Sebastián Blackwood
El tipo alzó las manos en un gesto de paz falsa. —Oye, tranquilo, viejo. Solo le estaba preguntando si sabía la hora.
—¿La hora? —repetí, y el sarcasmo gélido en mi voz podría haber congelado el agua de la fuente.—¿Necesita acercarse tanto a mi mujer para preguntarle la hora? ¿Y hacerla reír? ¿Le parece eso apropiado?
—Sebastián, por favor… —suplicó Clara, intentando liberarse de mi agarre.—Fue solo una pregunta inocente. Me pareció perdido y…
—¡Cállate! —le espeté, sacudiéndola levemente, haciéndola callar de golpe. El fuego regresó, derritiendo el hielo, transformándose en una rabia incandescente.— ¿Inocente? ¿Inocente sonreírle a un extraño que te toca el brazo? ¿Inocente ponerte colorada como una adolescente? ¿Es así de fácil para ti, Clara? ¿Un par de palabras bonitas y ya estás dispuesta a abrirles las piernas?
—¡No! —gritó ella, ahora con lágrimas de indignación en los ojos.— ¡Cómo te atreves! ¡Solo me preguntó la hora!
—¡Mentira! —rugí, y la arrastré bruscamente hacia mí, alejándola del tipo, que retrocedió con una expresión entre el asombro y el miedo.— ¡He visto la manera en que te miraba! ¡He visto tu sonrisa! ¿Crees que soy idiota? ¿Crees que no sé reconocer a un hombre que quiere meterse donde no le llaman?
—Señor, yo solo… —intentó hablar el otro hombre, pero le lancé una mirada que lo silenció al instante.
—Usted —le dije, señalándolo con el dedo—, váyase. Ahora. Antes de que llame a seguridad y lo saquen a rastras por acosar a mi mujer.
El tipo, pálido, no dijo otra palabra. Dio media vuelta y se alejó a paso rápido, desapareciendo entre los árboles.
Me giré de nuevo hacia Clara, que temblaba en mis brazos, las lágrimas ahora corriendo libremente por sus mejillas.
—Por favor, Sebastián, delante de la gente… —suplicó en un susurro quebrado.
—¡La gente me importa un carajo! —grité, sin bajar la voz, desafiando a cualquiera que estuviera mirando.— ¡Eres mía! ¿Entiendes? ¡Mía! Y no permitiré que ningún maldito imbécil te mire, te hable o te respire siquiera. ¡Vamos!
La arrastré sin ceremonia, sin importarme su tropiezo, sin importarme las miradas de los demás padres y niñeras. Mi mundo se había reducido a una sola verdad ensangrentada: ella había hablado con otro hombre. Le había sonreído. Y por eso, pagaría.
Tome a Benjamín del suelo.El trayecto hasta el auto fue una blur de rabia y humillación. Abrí la puerta trasera y casi empujé a Clara dentro, luego puse a Benjamín en su sillita con una brusquedad que hizo que el niño frunciera el ceño. Subí al asiento trasero junto a ellos y ordené al chofer que condujera.
—Papá, ¿por qué mami llora? —preguntó Benjamín, su vocecita temblorosa.
—Porque mami ha sido muy desobediente —respondí, sin apartar mi mirada de Clara, que se había encogido contra la ventana, sollozando en silencio.—Y los desobedientes tienen castigo.
—¿Castigo? —preguntó el niño, confundido.
—Sí, campeón —dije, y alargué una mano para agarrar la barbilla de Clara, forzándola a mirarme.—Y su castigo empieza ahora.
El trayecto de vuelta al penthouse fue un silencio tenso y cargado, roto solo por los sollozos ahogados de Clara y la respiración agitada de Benjamín, que sentía la tormenta pero no la entendía. Yo no apartaba la mirada de ella, clavada en su perfil contra la ventana, en los hilos de lágrimas que surcaban sus mejillas. Cada una de esas lágrimas era un recordatorio de su traición, de su sonrisa fácil para un extraño, y avivaba el fuego de mi posesión herida. La imagen de ese hombre sonriéndole, invadiendo su espacio, de ella correspondiendo con esa maldita sonrisa tímida… se repetía en un bucle en mi mente, envenenándome.
—Papá, ¿ya nos vamos a casa? —preguntó Benjamín, su vocecita pequeña y temblorosa.
—Si, campeón —respondí, sin suavizar mi tono.—Mami se portó mal y tenemos que ir a casa.
Clara cerró los ojos con fuerza, como si mis palabras fueran un latigazo físico.
Finalmente, el auto se detuvo en el sótano privado. Antes de que el chofer pudiera bajar, abrí la puerta de un golpe. Saqué a Benjamín de su sillita y luego, con la misma mano que sostenía a mi hijo, agarré del brazo a Clara con una fuerza que sabía que le dolería, y la obligué a salir del auto.
—Sube —ordené, empujándola suavemente pero con firmeza hacia el ascensor privado.
Ella subió, tambaleándose, con la cabeza gacha. Benjamín, en mis brazos, empezó a lloriquear, intuyendo el caos.
—Shhh, pequeño, todo está bien —murmuré contra su cabello, pero mi voz sonaba a hierro, no a consuelo.
El ascensor subió en silencio. Las puertas se abrieron al penthouse. Clara se quedó paralizada en el umbral, como si la casa misma fuera una celda.
—Entra —dije detrás de ella, y la presión en mi voz la hizo avanzar.
Una vez dentro, dejé a Benjamín en el suelo. El niño corrió inmediatamente hacia su madre, abrazándole las piernas.
—Mami, no llores.
Ese gesto de inocente lealtad, dirigido hacia ella en lugar de hacia mí, fue la gota que colmó el vaso.
—Alessandro —llamé, a mi chófer y hombre de confianza. El cual apareció de inmediato en la sala del penthouse—Llévate a Benjamin
—Sí, señor Blackwood —asintió Alessandro, un hombre discreto y eficiente que sabía no hacer preguntas.
—No —protestó Clara débilmente, aferrándose a Benjamín.— Por favor, no me lo quites.No lo alejes de mi.
—No es un castigo para él —dije, frío como el acero.—Es un castigo para ti. —Miré a Alessandro.— Ahora.
Alessandro se acercó y, con suavidad pero determinación, tomó a Benjamín de los brazos de Clara. El niño lloró, estirando los brazos hacia ella.
—¡Mami!
—¡Benjamín! —gritó ella, desesperada, pero Alessandro ya se lo llevaba, alejando sus llantos.
Cuando nos quedamos solos, el aire se hizo espeso, casi irrespirable. Clara se envolvió en sus brazos, una postura defensiva que solo me irritó más.
Se giró hacia mí, su rostro estaba pálido, marcado por las lágrimas, pero ahora también ardía de una furia impotente.