Mi hijo, Su heredero

Capítulo 23

Clara Blackwood

—No me voy a sentar —las palabras salieron solas de mi boca, enfrentándolo. No pensaba quedarme para que él siguiera ignorándome.

El silencio que se creó entonces no era el de antes, no era el de su indiferencia calculada. Este era un silencio cargado, eléctrico, como el instante previo a un rayo.

—¿Cómo dijiste? —Su voz era un susurro bajo, tan suave que era más aterrador que cualquier grito. Cada sílaba era de hielo afilado.

Mi corazón martilleaba contra mis costillas, un tambor de guerra que me ensordecía. Pero mis pies parecían haber echado raíces en la moqueta. Ya no temblaban.

—Voy a buscar a mi hijo —repetí, y esta vez mi voz no se quebró. Sonó clara, extrañamente serena, como si otra persona, alguien con una columna vertebral de acero, estuviera hablando por mí. —A la casa de tu madre.

Una sonrisa lenta y peligrosa se extendió por sus labios. No era una sonrisa de diversión. Era la sonrisa de un depredador que acaba de ver a su presa cometer el error final.

—¿Crees —dijo, levantándose del sofá con una lentitud deliberada que hacía que cada movimiento fuera una amenaza— que es tan sencillo? ¿Que puedes salir de aquí, llegar a la mansión de mi madre y simplemente... recogerlo?

Avanzó hacia mí. Ya no era la aproximación de un tiburón que rodea a su presa. Era el avance directo e inexorable de un glacier. El aire a su alrededor parecía volverse más frío, más denso.

—Benjamin no es un paquete que dejé olvidado, Clara. Está bajo la protección de los Blackwood. Protección que yo ordené.

—Yo soy su madre —espeté, aunque sentía que mis rodillas podían ceder en cualquier momento. —Eso significa algo.

—Significa —cortó él, deteniéndose justo frente a mí, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo y el frío de su ira— que proporcionaste el vehículo para mi heredero. El contrato, si lo recuerdas, está más que saldado.

La mención del "contrato", de la fría transacción que nos unió, fue como una puñalada. Pero esta vez, la herida no me debilitó. Me enfureció.

—No es un negocio. Es mi hijo.

—¡Y MÍO! —rugió de repente, y el estallido fue tan violento que no pude evitar estremecerme. —¡Y yo decido qué es lo mejor para él! ¡Y lo mejor para él no es una madre histérica que irrumpe en oficinas y desafía la única autoridad que puede darle un futuro!

Su aliento era cálido en mi rostro. Sus ojos, de un gris tempestuoso, me escudriñaban, buscando una rendija, una grieta por donde colarse y volver a someterme.

—Vas a sentarte —susurró, su voz áspera.—Vas a esperar. Y cuando yo considere que has aprendido la lección, quizás te lleve a verlo.

Miré su rostro, tan cerca del mío, distorsionado por una posesión que rayaba en la locura. Y supe que ceder ahora significaría perderlo todo. No solo hoy, sino para siempre.

Con una calma que no sentía, deslicé mi mirada hacia la puerta de la suite y luego de vuelta a sus ojos.

—Puedes intentar detenerme —dije, y mi voz era tan fría como la suya. —Puedes encerrarme aquí. Pero cada minuto que pase, cada hora que me tengas aquí contra mi voluntad, mientras mi hijo está con esa mujer... —Hice una pausa, dejando que las palabras se asentaran. —Cavará tu tumba, Sebastián. No la mía.

Su respiración se entrecortó. Vi un destello de algo en sus ojos, no de duda, sino de cálculo. De reevaluación. Estaba acostumbrado a mi miedo, a mi rabia. Esta frialdad resolutiva era un territorio nuevo.

—¿Estás amenazándome? —preguntó, con un tono casi de curiosidad macabra.

—Te estoy diciendo una verdad —corregí. —Tú mismo lo dijiste: cada acción tiene una consecuencia. Si tu acción es mantenerme prisionera y alejada de mi hijo, las consecuencias serán... impredecibles. Para ti. Para el nombre Blackwood.

Nos miramos fijamente, en un duelo de voluntades que se libraba en el escaso espacio que separaba nuestros cuerpos. El aire crepitaba con la tensión no dicha. Él podía forzarme, podía hacerme daño. Pero sabía, y él estaba empezando a comprender, que ya no podía controlar lo que yo haría con ese daño. Ya no podía predecir los límites a los que llegaría.

No retrocedió, pero el espacio a mi alrededor pareció expandirse levemente.

—Muy bien —dijo, y su voz había recuperado su peligrosa serenidad. —Vamos.

Yo parpadeé, sin comprender. —¿Qué?

—Dijiste que ibas a buscar a tu hijo —espetó, girando sobre sus talones y caminando hacia la puerta de la oficina. Se detuvo, sin volverse. —Vamos a buscarlo. Juntos. Pero recuerda, Clara —esta vez se giró, y su mirada era una advertencia final—, donde yo decido ir, tú me sigues. Siempre.

No era la victoria que había imaginado. No era la huida limpia. Era otra clase de jaula, una en movimiento, con él como carcelero y guardián. Pero era un movimiento. Era salir de esta habitación. Era acercarme a Benjamín.

Con el corazón aún encogido por el miedo, pero con la cabeza alta, di un paso hacia adelante. Y luego otro. Y lo seguí.




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