Clara Blackwood
La mano de Sebastián envolvió la mía con una firmeza que no admitía discusión. No era un gesto cariñoso, sino una afirmación de propiedad. Sus dedos se entrelazaron con los míos con una presión que rozaba lo doloroso, sellando nuestro tácito y peligroso acuerdo.
Caminamos a través de la oficina, y sentí el peso de todas las miradas. Los susurros cesaron, reemplazados por un silencio respetuoso y cargado de curiosidad. Él no les prestaba atención, su mirada fija al frente, su perfil una máscara de impasibilidad. Pero yo sentía cómo me examinaban, la mujer que había irrumpido como un huracán y que ahora salía de la guarida del león, no derrotada, sino... reclamada. Él me exhibía. Era su trofeo, la prueba viviente de que incluso el desafío más feroz terminaba sometiéndose a su voluntad.
Las puertas del elevador se cerraron, aislando el mundo. El zumbido silencioso del mecanismo era el único sonido. La tensión entre nosotros era palpable, un campo de fuerza cargado de ira, de desafío y de esa atracción tóxica que siempre nos había consumido.
De repente, la presión en mi mano aumentó. Me giró hacia él y, antes de que pudiera protestar, me empujó contra la fría pared de acero del ascensor. Su cuerpo se aplastó contra el mío, anulando cualquier espacio, cualquier posibilidad de escape.
—Esto —murmuró, su aliento caliente en mis labios— no significa que hayas ganado.
Y entonces sus labios capturaron los míos.
No fue un beso de amor, ni de pasión. Fue un beso de conquista. Un sello de posesión. Sus labios eran duros, exigentes, dominantes. Su sabor era a café, a poder y a ira contenida. Forcejeé por un instante, un último y débil intento de rebelión, pero sus brazos me inmovilizaron con facilidad. Era inútil. Y, una parte oscura y avergonzada de mí, respondió. El odio y la necesidad se entrelazaban en un baile familiar y destructivo. Era el mismo patrón: confrontación, sometimiento y esta horrible, adictiva rendición física.
Cuando se separó, ambos jadeábamos. Sus ojos grises ardían con un fuego triunfal.
—Siempre mía —susurró, la declaración una amenaza y una promesa.
Las puertas del ascensor se abrieron al vestíbulo. La máscara de impasibilidad volvió a su rostro al instante. Ajustó el nudo de su corbata con un gesto casual y, tomando mi mano de nuevo con la misma firmeza posesiva, me guio a través del lujoso recibidor.
Salimos a la brillante luz del día. Los empleados que entraban y salían, la gente en la calle... todos veían al poderoso Sebastián Blackwood llevando de la mano a su mujer, con una intimidad forzada que pretendía ser devoción. Yo mantuve la mirada al frente, la mejilla aún ardiente por la barba de él, mis labios hinchados por el beso. La humillación y una extraña sensación de poder se mezclaban en un cóctel amargo. Él me usaba para reforzar su imagen, pero yo estaba usando su orgullo para llegar a mi hijo.
El auto esperaba, impoluto. El chófer sostuvo la puerta y Sebastián me ayudó a subir con una galantería que sentía falsa como un billete de tres dólares. Se sentó a mi lado, y la puerta se cerró con un sonido sordo, encerrándonos de nuevo en nuestra burbuja privada de conflicto.
—A la casa de mi madre —ordenó, y el coche se puso en movimiento.
Miré por la ventana, la ciudad pasando en un borrón de luces y movimiento. Mi corazón aún latía con fuerza. Había salido de la oficina. Había conseguido que me llevara a ver a Benjamín. Pero a un costo terrible. Había intercambiado una celda por otra, y esta, la celda de su posesión pública, podía ser incluso más opresiva. Me había besado no como a un amante, sino como a un territorio reconquistado.
Y mientras nos dirigíamos a la mansión Blackwood, supe que la verdadera batalla, la batalla por mi hijo y por mi alma, acababa de comenzar.