Mi hijo, Su heredero

Capítulo 25

Clara Blackwood

El Bentley se detuvo con una suavidad absoluta frente a la imponente fachada de la mansión Blackwood. Antes de que pudiéramos movernos, una sirvienta de uniforme impecable abrió la puerta de mi lado, su rostro una máscara de neutralidad profesional.

Sebastián salió primero y, sin soltar mi mano, me ayudó a descender. Su agarre era una tenaza, un recordatorio silencioso de que este espectáculo de unidad no era opcional. Me guio por el camino de piedra pulida hacia la entrada principal, cada paso resonando en el silencio cargado de los jardines perfectamente cuidados.

La gran puerta de roble se abrió y entramos al vestíbulo de mármol. El aire olía a mobiliario antiguo pulido y a flores frescas, un aroma que siempre me había parecido frío y artificial.

Desde el salón principal, la voz de Eleanor nos llegó, clara y cultivada.
—Sebastián, querido, no esperaba tu visita a esta hora.

La seguimos hasta el umbral. Allí estaba, sentada en un sofá de seda, con una tacita de porcelana en la mano. Su vestido era impecable, su postura, recta como una espada. Su sonrisa de bienvenida para su hijo se congeló en sus labios cuando su mirada descendió y se posó en nuestras manos entrelazadas.

Fue como si una cortina de hielo cayera sobre sus ojos. La fina porcelana de la taza tembló casi imperceptiblemente en su platillo. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una línea delgada y dura de desaprobación.

—Madre —saludó Sebastián, su voz neutra, pero su agarre en mi mano se intensificó, como desafiándola a comentar.

—Sebastián —respondió ella, y su voz era ahora más fría. Sus ojos, del mismo gris gélido que los de su hijo, me escrutaron, buscando una grieta, un signo de coerción. Pero la fachada que Sebastián imponía era perfecta.

—Hemos venido por Benjamin —anunció él, sin soltarme.

Eleanor no respondió de inmediato. Su mirada se clavó en nuestras manos unidas un segundo más, y en ese instante pude ver el cálculo rápido detrás de sus ojos. El desprecio por mí, y la fría reevaluación de la situación. Su hijo no solo me había sometido; estaba exhibiendo su control de una manera que ella no había anticipado. Y eso, para una mujer como Eleanor, cambiaba el juego por completo.

—¿Dónde está mi hijo? —pregunté, mi voz quebrada por la urgencia. Intenté soltar la mano de Sebastián para correr, para buscar a Benjamín por mí misma, pero sus dedos se cerraron como una esposa de acero alrededor de los míos, manteniéndome a su lado. La presión era una advertencia silenciosa.

Un silencio pesado llenó la sala. Eleanor nos miraba, su desprecio por mí y su fría evaluación de la situación palpables en el aire.
—Mi mujer te hizo una pregunta, madre —dijo Sebastián. Su voz era calmada, pero cada palabra era un latigazo cargado de una autoridad que no admitía desobediencia. No era una petición. Era un recordatorio de quién mandaba ahora, incluso bajo su propio techo.

Eleanor palideció ligeramente.La fina línea de sus labios se tensó hasta casi desaparecer.Podía ver la guerra en sus ojos: el desprecio hacia mí contra el reconocimiento absoluto del poder de su hijo.Con un gesto brusco y lleno de rencor, giró la cabeza y gritó hacia las profundidades de la mansión:

—¡Martha! ¡Trae al niño!

Momentos después, una sirvienta, la misma que nos había abierto la puerta, apareció con Benjamin en brazos. Mi corazón se encogió y luego se expandió con una fuerza dolorosa. Allí estaba, con su pequeño cuerpo dormido, sus mejillas sonrosadas.

Esta vez, cuando me moví, Sebastián soltó mi mano. Cruzó la distancia que me separaba de la sirvienta en dos pasos y tomé a mi hijo en mis brazos. Lo apreté contra mi pecho, enterrando la nariz en su cuello, inhalando ese aroma único a talco, leche y sueños que solo él poseía. Una oleada de alivio tan intenso que casi me dobló las rodillas me recorrió. Cerré los ojos por un segundo, aislándome en ese pequeño universo que eran sus brazos alrededor de mi cuello.

Cuando los abrí, podía sentirlos. Las miradas. Dos pares de ojos grises, evaluadores y fríos, clavados en mí. La de Eleanor, llena de un odio apenas disimulado, viéndome como una fiera que sostenía a su preciado cachorro. La de Sebastián, impasible, calculadora, observando la escena como quien observa una posesión recuperada. No era el cuadro de una familia reunida. Era una transacción. Una reafirmación de poder. Y yo, en el centro, con mi hijo en brazos, era tanto el botín como el campo de batalla.




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