Mi hijo, Su heredero

Capítulo 26

Sebastián Blackwood

Verla con nuestro hijo en brazos era todo.

Soñé mucho con este momento. No con este caos, no con estos desafíos y esta guerra constante entre nosotros. Soñé con paz. Con una esposa que me mirara con adoración, no con ese fuego desafiante y ese dolor resentido. Soñé con una familia que fuera un refugio, no otro campo de batalla donde cada palabra era un arma y cada gesto, un movimiento táctico.

Pero al verla ahí, con Benjamin aferrado a su cuello, su pequeño cuerpo confiado contra el suyo, algo primitivo y profundamente satisfecho se calmó dentro de mí. Ella estaba erguida, desafiante aún, pero su postura había suavizado. La furia en sus ojos se había empañado con lágrimas de alivio, y por un instante, solo un instante, pude ver más allá de la mujer que me desafiaba a cada paso. Pude ver a la madre de mi hijo.

Esa imagen, Clara con Benjamín, era la única parte de este sueño distorsionado que se mantenía en pie. Era el ancla que me ataba a esto, a ella, a esta dinámica imposible. Porque aunque nada era como lo soñé, verla así... me hacía creer.

Creer que tal vez, bajo todas las capas de rabia y resistencia, había algo que podía ser mío. Algo que no tuviera que ser conquistado a la fuerza una y otra vez, sino que pudiera ser... poseído en tranquilidad. Era una ilusión, lo sabía. Una ilusión frágil que se desmoronaría en cuanto nos miráramos a los ojos y la batalla se reanudara.

Pero por ahora, mientras ella olvidaba brevemente que me odiaba y se perdía en el olor de nuestro hijo, yo podía permitirme el lujo de contemplar el cuadro. Mi mujer. Mi hijo. Mi familia.

Era una posesión amarga y defectuosa.

Pero era mía.

Y por ahora, eso era suficiente para hacerme seguir adelante.

Ni siquiera miré la cara amarga de mi madre. Su desaprobación era un eco lejano, un zumbido sin importancia frente al hecho contundente que tenía ante mí. Ella no podía impedir esto. Nadie podía. Este momento, esta imagen de Clara con nuestro hijo, era un territorio que reclamaba como exclusivamente mío.

Sin una palabra para Eleanor, rodeé la cintura de Clara con mi brazo. No fue un gesto de afecto, sino de dirección. De propiedad. La sentí tensarse por un instante, pero la fatiga, el alivio de tener a Benjamin en sus brazos, o simplemente la comprensión de la futilidad de resistir en ese momento, hizo que cediera. La guié firmemente hacia la puerta de la mansión, alejándonos del frío rencor de mi madre y de las sombras silenciosas de los sirvientes.

Afuera, el sol era una bofetada de realidad. Abrí la puerta del Bentley y la ayudé a acomodarse en el asiento de cuero, con Benjamin aún aferrado a ella. Su delicadeza al moverse para no despertarlo, la forma en que su cuerpo se curvaba instintivamente para proteger al niño, me golpeó con una intensidad inesperada.

Me senté a su lado. Las puertas se cerraron, encapsulándonos en nuestro mundo privado, móvil y aislado. El motor arrancó en un susurro.

—Al penthouse —dije al chófer, mi voz baja pero clara en el silencio.

Mientras el coche se ponía en movimiento, descansé mi mano sobre su pierna. No era una caricia. Era una reafirmación. Un recordatorio táctil de mi presencia, de mi control. Mis dedos comenzaron a dar pequeños apretones, un ritmo constante y posesivo contra el tejido de su vestido. Ella no se apartó. Miró por la ventana, su perfil iluminado por los rayos del sol que entraban, nuestro hijo dormido como un peso sagrado en su regazo.

No hablamos. No había necesidad. El sonido de nuestra respiración, el suave roce de mi mano sobre su pierna y el calor del pequeño cuerpo entre nosotros llenaban el espacio. No era paz. No era felicidad. Era una tregua tensa y frágil, armada alrededor del núcleo indiscutible de nuestro vínculo: Benjamin.

Y por ahora, en el coche en movimiento, con mi mano en ella y su hijo—nuestro hijo—en sus brazos, esa tregua era suficiente. Era lo más cerca que estaríamos de la armonía que una vez, tontamente, creí posible.




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