Mi hijo, Su heredero

Capítulo 27

Clara Blackwood

El traqueteo del Bentley cesó. Antes de que el chófer o el propio Sebastián pudieran moverse, abrí la puerta y salí. El aire de la ciudad, cargado de humo y ruido, me dio la bienvenida. No miré atrás. Caminé directo hacia la entrada privada del penthouse, mis pasos rápidos y decididos sobre el pavimento. Sentía su mirada en mi espalda, pesada y evaluadora, pero no me volví.

Las puertas del ascensor se cerraron, encerrándome en un breve momento de soledad. Apoyé la frente contra el frío metal, jadeando. Benjamin, ahora despierto y somnoliento, murmuró contra mi hombro. "Ya casi, mi amor", susurré, más para mí que para él.

Cuando las puertas se abrieron al vestíbulo del penthouse, la familiar opulencia me envolvió. Silencio. Orden. Una jaula de lujo. Caminé directamente a la nursery, ignorando el resto de la vasta extensión. Allí, en el centro de la habitación bañada por la luz de la tarde, estaba la cuna de roble blanco. Con movimientos cuidadosos, casi reverentes, acosté a Benjamin sobre las sábanas suaves. Sus pequeños párpados se cerraron de inmediato, sus dedos se aferraron débilmente al borde de la manta. Lo observé durante un largo minuto, mi corazón latiendo al unísono con su respiración tranquila. Estaba a salvo. Estaba en casa. Por ahora.

Al salir de la habitación, me encontré con Sebastián en el umbral. Se había quitado la chaqueta y la corbata, y sus mangas estaban enrolladas. Se apoyaba contra el marco de la puerta, observándome, su expresión era inescrutable.

—Tienes hambre —dijo. No era una pregunta. Era una declaración. Un hecho más en la lista de cosas que él decidía sobre mí.—Puedo preparar algo.

Las palabras eran sorprendentemente domésticas, fuera de lugar después de la tormenta de la mañana. Pero no había amabilidad en ellas. Era otra forma de control, de normalizar lo anormal. De fingir que esto era una vida y no un cautiverio de alta gama.

Miré hacia la cuna, hacia la espalda de mi hijo dormido, y luego de vuelta a él. La negativa estaba en la punta de mi lengua, un último y débil acto de rebelión. Pero la energía me abandonó. El forcejeo en su oficina, la tensión en la mansión de su madre, el alivio agotador de tener a Benjamin de vuelta... todo se acumuló de repente.

Solo asentí con la cabeza. Un gesto pequeño y derrotado.

Eran la 1 p.m. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas del piso a techo, iluminando el polvo de oro en el aire quieto. En la cocina de mármol, Sebastián Blackwood, el hombre que había rugido y amenazado horas antes, estaba buscando algo para comer. Y yo, de pie en el pasillo, lo observaba, atrapada en el silencio surrealista que seguía a la guerra.
Me acerque lentamente.
—¿Necesitas ayuda?
El aire en la cocina, antes cargado de tensión silenciosa, se espesó de repente. Mi pregunta, "¿necesitas ayuda?", había sonado frágil, un puente tendido sobre el abismo entre nosotros.

Él se volvió lentamente. Su mirada, que antes evaluaba los ingredientes con desapego, ahora se posó en mí con una intensidad que hizo que el aire se me escapara de los pulmones.

—Puede ser —respondió, su voz un susurro ronco que erizó mi piel.

En dos pasos largos, cerró la distancia entre nosotros. No hubo tiempo para reaccionar. Su cuerpo me acorraló contra el frío mármol de la isla de la cocina, atrapándome entre sus brazos. Su rostro se acercó al mío, sus ojos grises oscuros, devoradores.

—No —logré protestar, un hilo de voz, mientras giraba la cabeza para evitar sus labios.

Pero su mano era implacable. Cogió mi rostro con firmeza, sus dedos ejerciendo una presión que no era dolorosa, pero sí absolutamente innegable, y me obligó a volver a mirarlo.

—Sshh —murmuró contra mis labios, y entonces no hubo escapatoria.

Su boca capturó la mía en un beso que no pidió permiso. No era suave ni persuasivo. Era una reclamación. Un recordatorio brutal y sensual de a quién pertenecía cada centímetro de mi ser. Una parte de mí quería luchar, quería morder, empujar. Pero otra parte, más profunda, más primal, se derritió bajo el fuego familiar de su demanda.

Antes de que pudiera procesar la rendición de mi propio cuerpo, sus brazos se deslizaron alrededor de mí. Con un movimiento fluido y poderoso, me levantó y me sentó sobre la superficie lisa y fría de la encimera de mármol. Un grito ahogado se escapó de mis labios, perdido contra los suyos.

Él se colocó entre mis piernas, abriéndolas para hacer espacio para su cuerpo, anclándome allí. La fina tela de mi vestido no era barrera para el calor que emanaba de él. Con manos expertas y sin prisas, buscó el bajo de mi top, deslizándolo hacia arriba hasta que mis senos quedaron libres al aire fresco de la cocina.

Un escalofrío me recorrió. Su mirada se oscureció, hambrienta, antes de que bajara la cabeza y su boca caliente capturara un pezón.

Un gemir largo y tembloroso se escapó de lo más hondo de mi garganta. La sensación fue eléctrica, un shock de placer puro y vergonzoso que recorrió cada nervio. Mi resistencia se desvaneció, convertida en cenizas por su boca y su lengua. Mi cabeza cayó hacia atrás, mis ojos se cerraron, y mis manos, que un momento antes habían intentado empujarlo, se aferraron a sus hombros, buscando un ancla en la tormenta sensorial que estaba desatando.

El mundo se redujo al frío mármol bajo mis muslos, al calor de su boca en mi piel, a los sonidos húmedos y los gemidos bajos que ya no podía contener. La cocina, el penthouse, la guerra que habíamos librado... todo desapareció. Solo existía esto. Esta rendición forzada y electrizante. Este placer que me daba él, el mismo que podía ser tan cruel, y que en momentos como este, era la única verdad que mi cuerpo parecía reconocer.




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