Mi hijo, Su heredero

Capítulo 28

La transición de la fría encimera de mármol a la suavidad de las sábanas de seda fue un borrón. Sus brazos, fuertes y decididos, me sostuvieron como si no pesara nada mientras cruzaba la suite hacia el dormitorio. No hubo dulzura en su gesto, solo una urgencia posesiva que resonaba en el aire que nos rodeaba.

Con un movimiento brusco que no carecía de una cierta reverencia brutal, me tiró sobre la cama. La estructura de madera maciza crujió bajo el impacto. Él se irguió frente a mí, al pie de la cama, y sus dedos comenzaron a desabrocharse los botones de la camisa con una eficiencia fría. Sus ojos, oscuros como la tormenta, no se apartaban de mí, devorando cada temblor, cada jadeo que escapaba de mis labios.

No hubo necesidad de que dijera una palabra. No había órdenes que dar en este ritual que ambos conocíamos demasiado bien. Bajo la intensidad de su mirada, un fuego interno, una mezcla de deseo, rendición y una pizca de autodesprecio, me consumió.

Mis propias manos se movieron. No con timidez, sino con una determinación desesperada. Los dedos me temblaban ligeramente mientras buscaban la cremallera de mi vestido, tirando de ella hacia abajo. Me liberé de la tela que me envolvía, empujándola sobre mis hombros, mis caderas, hasta que yací completamente desnuda ante él sobre las sábanas oscuras.

El aire frío del aire acondicionado erizó mi piel, pero la sensación fue inmediatamente ahogada por el calor abrasador de su mirada. Me expuse voluntariamente, sin vergüenza, aceptando el papel que me había sido asignado en este juego. Era un acto de sumisión, sí, pero también uno de poder. Le estaba mostrando que conocía las reglas, que podía jugar su juego hasta el final, incluso en mi propia rendición.

Él arrojó la camisa al suelo, su torso ahora también al descubierto, marcado por la tensión y el deseo. Un gruñido bajo, casi animal, surgió de su pecho al ver mi completa entrega. No hubo más preámbulos. El silencio entre nosotros era más elocuente que cualquier palabra, cargado de la promesa del placer y el castigo que solo él podía darme, y que, en ese momento, mi cuerpo clamaba por recibir.
Sin una palabra, Sebastián se dejó caer sobre mí, su peso un ancla familiar y opresiva que me clavó en el colchón. Su boca encontró la mía en un beso que era más una batalla que un acto de cariño. No había ternura, solo la urgencia raw de dos fuerzas chocando.

Mis manos se aferraron a sus hombros, mis uñas clavándose en su piel a través de la fina tela de su camiseta. No era un intento de empujarlo, sino de aferrarme a algo, a alguien, en el torbellino sensorial que estaba creando. Gemí en su boca, un sonido ahogado y rendido, cuando sus manos recorrieron mi cuerpo con una familiaridad posesiva, trazando curvas que le pertenecían, marcando territorio que había reclamado una y otra vez.

Él se separó solo lo suficiente para deshacerse de su ropa restante, y luego estaba sobre mí, piel contra piel, el calor de su cuerpo quemando el mío. La evidencia de su deseo me presionó contra el muslo, un recordatorio duro e innegable de lo que vendría.

—Sebastián... —susurré, su nombre escapando de mis labios como una súplica, aunque ni siquiera yo sabía si suplicaba que parara o que continuara.

Su respuesta fue un gruñido grave cerca de mi oído. Sus manos agarraron mis caderas, levantándome ligeramente, ajustándome para él. No hubo más preámbulos. Con un empuje firme y decisivo, me penetró, llenándome por completo en un solo movimiento que me hizo arquear la espalda y gritar, un sonido que era tanto de dolor como de un placer abrumador.

El mundo se desvaneció. Ya no existía la oficina, ni su madre, ni el miedo, ni la rabia. Solo existía esto. El ritmo primal que estableció, implacable y demandante. Mis piernas se enroscaron alrededor de su cintura por pura necesidad instintiva, arrastrándolo más profundamente dentro de mí. Cada embestida era un castigo y una recompensa, una afirmación de su dominio y una confesión de su propia y terrible necesidad.

Gemía sin vergüenza, mis dedos enredados en sus cabellos, mis ojos cerrados, perdida en la tormenta que solo él podía crear. Él murmuraba cosas contra mi piel, palabras rotas y guturales que no formaban oraciones, pero que transmitían posesión, deseo, una furiosa y retorcida adicción.

El clímax me alcanzó como un maremoto, sacudiéndome desde adentro hacia afuera, un estallido de luz blanca y sensación pura que me dejó temblando y sin aliento. Lo sentí seguirme momentos después, su cuerpo rígido sobre el mío, un gruñido ronco escapando de su garganta mientras se derrumbaba, su peso sobre mí un fardo agotador y, sin embargo, extrañamente reconfortante.

La habitación volvió a enfocarse lentamente. El sonido de nuestra respiración entrecortada llenaba el silencio. Él se separó de mí y se dio la vuelta, yaciendo a mi lado, mirando al techo. Yo me quedé quieta, sintiendo el latido de mi corazón en cada parte de mi cuerpo, la humedad entre mis muslos, la frialdad del aire en mi piel ahora sensible.

No hubo caricias. No hubo palabras de afecto. Solo el eco físico de nuestra colisión, un recordatorio brutal y húmedo de la compleja y enfermiza danza en la que estábamos atrapados. Había ido a buscar a mi hijo y había terminado aquí, una vez más, rendida en la cama del hombre que era a la vez mi carcelero y mi única adicción. Y en el silencio que siguió, supe que nada había cambiado. Y que todo había cambiado.




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