Mi hijo, Su heredero

Capítulo 29

Sebastián Blackwood

El sonido de su respiración, ya serena y profunda, llenaba la habitación. Clara se había dormido casi de inmediato después del clímax, agotada por la tormenta de emociones y sensaciones que habíamos compartido. Su cuerpo, relajado y sumiso contra las sábanas, era un espectáculo que me hipnotizaba. Pero a mí, la paz no me alcanzaba.

Un fuego inquieto seguía ardiendo en mis venias. La posesión física, por intensa que hubiera sido, no había saciado esta necesidad más profunda, más oscura, de reafirmar mi dominio sobre cada partícula de su ser. De marcar no solo su cuerpo, sino su subconsciente.

Mis ojos se fijaron en sus senos, pálidos y redondeados a la tenue luz de la luna que se filtraba por las ventanas. Sin pensarlo, movido por un impulso visceral, me incliné y cubrí uno con mi boca, chupando con suavidad al principio, luego con más intensidad, saboreando la textura de su piel, el leve temblor que recorría su cuerpo incluso en sueños.

Ella se removió, un quejido somnoliento escapó de sus labios. Sus párpados se agitaban, atrapados entre el sueño y la realidad. Sentí cómo despertaba, la confusión y luego el destello de placer en su mirada cuando la sensación se abría paso a través de la niebla del sueño.

Quise bajar, buscar de nuevo el calor entre sus piernas, perderme en esa humedad que me volvía loco. Pero entonces, sus manos se alzaron. No para empujarme, no con rabia. Sus dedos se enredaron en mi cabello con una fuerza sorprendente, tirando con suavidad pero con firmeza, impidiendo mi descenso.

—Sebastián... no —murmuró, su voz ronca de sueño, pero cargada de una advertencia. Sus ojos, medio cerrados, me miraban con una mezcla de agotamiento y de una tenue chispa de desafío que nunca se apagaba del todo.

Y en ese momento, arrodillado entre sus piernas, con su agarre en mi pelo y su cuerpo ofrecido y negado a la vez, lo entendí con una claridad brutal.

Nunca, con ninguna otra mujer, había sentido esta necesidad. Esta urgencia de poseer no solo un cuerpo, sino un alma. De conquistar no solo la sumisión, sino la entrega. De hacerla sentir tanto placer que olvidara su propio nombre, que solo supiera el mío.

Pero con Clara era diferente.

Ella no era una conquista más. No era un entretenimiento. Ella era la madre de mi heredero. La única mujer que había llevado a mi hijo. La única que se atrevía a plantarme cara, a desafiarme, a sacarme de mis casillas hasta el punto de la locura. La única cuya rendición significaba algo.

Era mía de una manera que ninguna otra lo había sido o lo sería. Y esa posesión absoluta, terrible y magnética, era la que alimentaba este deseo insaciable. Este afán de hundirme en ella una y otra vez, de reclamarla, de recordarle y recordarme a mí mismo que, a pesar de todo, a pesar de su rabia y de mi crueldad, esto, nosotros, era innegable.

Bajé la mirada a sus manos aún enredadas en mi cabello. No la solté. En lugar de eso, me incliné de nuevo, pero esta vez para posar un beso suave, casi tierno, en la base de su cuello. Un gesto de tregua. De reconocimiento.

Ella exhaló un suspiro tembloroso, y sus dedos se relajaron en mi pelo.

No había terminado. El deseo aún ardía. Pero por ahora, este pequeño acto de dominio, este recordatorio silencioso de que incluso en su sueño, yo estaba allí, reclamándola, era suficiente.

Porque ella era Clara. Y era mía.

La habitación estaba sumida en la penumbra del atardecer cuando desperté. Clara aún dormía a mi lado, su respiración un ritmo tranquilo que parecía calmar la tormenta que siempre rugía dentro de mí. La había llevado al límite, y más allá, y ahora el sueño la tenía prisionera. Pero una inquietud diferente se agitaba en mi pecho. No era el deseo voraz de antes, sino algo más... doméstico. Más peligroso.

La necesidad de hacer algo por ella era un prurito nuevo, desconcertante. No era un intercambio transaccional, no era un pago por su sumisión. Era un impulso primitivo, casi instintivo, de proveer. De cuidar lo que era mío.

Me deslicé de la cama sin hacer ruido. El suelo de mármol estaba frío bajo mis pies descalzos. Miré su figura envuelta en las sábanas un momento más antes de salir del dormitorio.

En la cocina, bajo la fría luz de las luces empotradas, me moví con una eficiencia inusual. No era un chef, pero sabía lo básico. Unos huevos revueltos, tostadas, algo de fruta. Nada elaborado, pero era comida caliente. La preparé con una concentración que normalmente reservaba para las adquisiciones multimillonarias. Cada movimiento, cada sonido de la sartén, parecía cargado de una intención absurda.

Cuando terminé, lo puse todo en una bandeja y regresé al dormitorio. Ella seguía dormida. La luz del atardecer bañaba su rostro, suavizando sus rasgos. Por un momento, pareció la mujer con la que soñé, no la fiera con la que luchaba a diario.

—Clara —llamé suavemente, sentándome a su lado en la cama y colocando la bandeja sobre sus piernas.

Ella se removió, sus párpados se abrieron lentamente, la confusión dando paso a la conciencia. Al darse cuenta de la bandeja, y luego de su propia desnudez, un rubor subió a sus mejillas. Con un movimiento rápido y pudoroso, se incorporó y se arrebujó las sábanas hasta el cuello, tapando sus pechos.

Un destello de irritación, mezclado con una intensa fascinación, me recorrió. Esquivé su intento de cubrirse, tirando suavemente de la sábana hacia abajo, justo lo suficiente para que la suave curva de sus senos quedara al descubierto.

—¿Por qué te tapas? —dije, mi voz un susurro ronco.—Te conozco perfectamente.

Ella me lanzó una mirada entre avergonzada y desafiante, pero no volvió a intentar cubrirse. Cogió el tenedor y empezó a comer, con movimientos pequeños y cuidadosos.

Y entonces, no pude evitar mirar. Mientras comía, cada pequeño movimiento de sus brazos, cada inclinación de su torso, hacía que sus pechos se movieran con una suave cadencia. Era un espectáculo hipnótico. La rabia, la lucha, el cansancio... todo se desvanecía ante la simple y abrumadora belleza de su cuerpo. El deseo, que nunca se iba del todo, volvió a avivarse, un calor familiar y voraz en mis entrañas.




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