Mi hijo, Su heredero

Capítulo 30

Sebastián Blackwood

—¿Tienes mucha hambre? —le pregunté, mi voz deliberadamente baja, cargada de una intención que no era difícil de descifrar.

Ella, con la mirada fija en el plato como si fuera su ancla a la normalidad, solo asintió con la cabeza, un gesto tímido y evasivo. Ese simple movimiento, esa fragilidad postural después de la ferocidad de nuestras peleas y nuestros encuentros, avivó algo en mí. No solo deseo, sino una posesividad más profunda, más moldeable.

Me acerqué lentamente, el colchón hundiéndose bajo mi peso. Me incliné hasta que mis labios rozaron la concha de su oído, sintiendo el estremecimiento instantáneo que recorría su cuerpo.

—Entonces cómeme a mí —susurré, las palabras una caricia caliente y perversa contra su piel.

Su cara cambió de color al instante. Un rubor escarlata que subió desde su cuello hasta sus mejillas, una reacción tan genuina, tan lejos de su habitual desdén o su rabia contenida, que me tomó por sorpresa. Una pequeña sonrisa, casi imperceptible, se adueñó de mis labios. Era un triunfo minúsculo y absurdo, verla reaccionar con el rubor de una novatilla ante mis insinuaciones. Era... adorable. Una palabra que nunca asociaría con Clara, y sin embargo, ahí estaba.

Pero el hechizo se rompió en mil pedazos un segundo después.

—Benjamin —murmuró, y de repente sus ojos se abrieron de par en par, el deseo y la vergüenza reemplazados por el pánico de madre. —¿Dónde está Benjamín?

Se levantó de la cama de un salto, con una fuerza que me tomó por sorpresa y me empujó ligeramente a un lado para liberarse. La bandeja de comida se balanceó peligrosamente en sus piernas.

—¡Voy a ver a mi hijo!

Agarró la primera bata de seda que encontró, la mía, que yacía sobre un sillón, y se la envolvió alrededor del cuerpo como una armadura. Ni siquiera se molestó en atarla antes de salir corriendo de la habitación, dejando atrás la cena a medio comer y a mí, sentado en la cama, con el eco de mis palabras convirtiéndose en polvo en el aire.

La sonrisa se desvaneció de mi rostro. La habitación, que momentos antes había sentido como un dominio compartido, de repente se sentía vacía. La había tenido allí, vulnerable, receptiva por un instante, y en un abrir y cerrar de ojos, su primer y único pensamiento había sido el niño. Su hijo. Nuestro hijo.

Miré la puerta abierta por donde había desaparecido, el silencio ahora cargado de una nueva tensión. El deseo se había transformado en una frustración sorda. Ella podía huir de mí, podía usar a Benjamin como un escudo, pero al final, siempre volvía a la misma verdad. Ella era su madre. Y yo era su padre. Y ese lazo, tan frágil y tan fuerte como el cristal, era la cadena que nos mantenía unidos en este torbellino.

Me levanté de la cama, con la intención de seguirla, de reafirmar mi presencia, de recordarle que incluso en su fuga hacia nuestro hijo, yo seguía siendo el centro gravitacional alrededor del cual todo giraba. Porque Benjamin era tan mío como lo era de ella. Y ella... ella también lo era.

Crucé el umbral de la habitación de mi heredero con pasos silenciosos. La escena que se desarrollaba ante mí era tan doméstica que casi resultaba chocante después de la tormenta de pasión y tensión de la que acabábamos de salir.

Clara estaba sentada en la mecedora, con Benjamin en su regazo. El pequeño estaba despierto, sus grandes ojos, un reflejo de los míos, miraban a su madre con absoluta devoción. Ella lo mecía suavemente, sus dedos acariciando su espalda con una ternura que nunca me dirigía a mí. La bata de seda, mi bata, se había abierto ligeramente, revelando la curva de su seno, un recordatorio fugaz e irritante de lo que había interrumpido su huida.

—¿Qué quieres comer, mi amor? —preguntó Clara, su voz era un susurro suave y melódico, un tono que solo reservaba para nuestro hijo.

—Quiero leche y galletitas —respondió Benjamin con su vocecita aniñada, clavando su mirada suplicante en ella.

Un algo se endureció dentro de mí. La sencillez de la petición, la normalidad del momento, me excluía. Era su ritual, su pequeño mundo del que yo era, en el mejor de los casos, un espectador.

—Vamos a preparar eso —dijo Clara, sonriéndole con una dulzura que me dejó un regusto amargo. —Lo que quieras, mi bebé.

Se levantó con Benjamin en brazos, ajustando la bata alrededor de su cuerpo, esta vez con más cuidado, como si ahora, bajo la mirada inocente de nuestro hijo, sintiera la necesidad de una modestia que conmigo había abandonado. Sus ojos se encontraron con los míos por un instante al pasar, y en ellos no había ni el desafío de antes ni la rendición de la cama. Había una determinación maternal, un muro levantado alrededor del niño que sostenía.

—Yo los acompaño —dije, mi voz sonando más áspera de lo que pretendía en el silencio acogedor de la nursery.

No era una oferta. Era una declaración. No iba a permitir que me excluyeran. No en esto. Benjamin era mi sangre, mi legado. Y ella, aunque se resistiera con cada fibra de su ser, era la madre de mi heredero. Cada galleta que se mojara en leche, cada sonrisa que le dirigiera, sucedería bajo mi atenta mirada.

Clara no protestó. Solo asintió brevemente y salió de la habitación con el niño, dejándome seguirla hacia la cocina. El camino desde la nursery se sintió como una procesión extraña. Delante, ella, con nuestro hijo, la imagen de la maternidad. Detrás, yo, el patriarca, el intruso en su idilio, decidido a reclamar mi lugar en este cuadro familiar que, a pesar de todo, anhelaba poseer por completo.

La observé desde el umbral de la cocina. Clara, con mi bata de seda ceñida ahora de manera modesta alrededor de su cuerpo, moviéndose con una eficiencia tranquila que me resultaba a la vez fascinante e irritante. Era un lado de ella que rara vez me permitía ver: la madre, la cuidadora, la ancla doméstica en medio del caos que siempre generábamos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.