Sebastián Blackwood
La paz del momento, esa frágil tregua que se había forjado alrededor de la silueta de nuestro hijo, se quebró con mis palabras. El sonido de mi voz, deliberadamente baja pero cargada de intención, cortó el aire como un cuchillo.
—Yo también tengo hambre.
Clara se congeló. Sus manos, que acababan de ajustar la taza de leche entre las pequeñas manos de Benjamin, se quedaron inmóviles. Lentamente, giró la cabeza hacia mí. La serenidad que había visto en sus ojos hacía unos segundos se evaporó, reemplazada por una lenta comprensión, seguida de un destello de esa familiar resistencia.
—Tú comiste —continué, manteniendo su mirada.—Y Benjamín está comiendo. Pero yo todavía estoy hambriento.
Hice una pausa, dejando que las palabras se asentaran, que el significado real, la demanda subyacente, se filtrara en el espacio entre nosotros. No se trataba solo de comida. Nunca se trataba solo de eso.
—Hazme la cena.
No era una petición. Era una orden. Una reafirmación deliberada de los roles que ella constantemente intentaba desafiar. La había visto en su elemento, como madre, dueña de ese pequeño ritual. Y ahora reclamaba mi lugar no como un igual, sino como el patriarca. El hombre para el que ella, mi mujer, debía proveer.
Benjamin, ajeno a la tensión, siguió mordisqueando su galleta, feliz en su mundo. Pero Clara y yo estábamos encerrados en el nuestro, un duelo silencioso librado sobre el fondo inocente de los sonidos infantiles.
Ella no respondió de inmediato. Sus ojos bajaron hacia nuestro hijo, como si buscara en él la fuerza o la excusa para negarse. Luego, volvió a mirarme. La resistencia en sus ojos estaba ahí, sí, pero también una cierta resignación cansada. Sabía las reglas de este juego. Sabía el costo de la desobediencia, especialmente cuando Benjamin estaba presente, cuando la paz doméstica era tan tentadoramente palpable.
Finalmente, con un suspiro casi imperceptible, asintió. Un movimiento breve y seco.
—Está bien —murmuró, su voz carente de la dulzura que había usado con nuestro hijo.
Se puso de pie, pasando junto a mí para dirigirse a la nevera, su cuerpo rígido. El hechizo se había roto. La imagen de la familia unida se desvaneció, dejando al descubierto la cruda dinámica de poder que siempre nos definía. Ella prepararía mi cena. Yo la observaría. Y en este intercambio mundano, en esta simple orden, se reafirmaría la verdad fundamental: que incluso en los momentos de aparente normalidad, el control, como siempre, era mío.
Clara se movió por la cocina con una eficiencia fría, evitando mi mirada. Cada movimiento—cortar las verduras, saltear la carne—era preciso pero carecía del cuidado que había puesto en la merienda de Benjamin. Se notaba que cumplía por obligación, no por voluntad. El aire olía a comida, pero también a resentimiento cocinado a fuego lento. Cuando terminó, colocó el plato frente a mí con un gesto que rozaba el desprecio, sin una palabra. La carne estaba bien hecha, las verduras al dente, pero cada bocado sabía a su silenciosa rebelión. Sabía a derrota.
Mientras comía, ella se mantuvo alejada, junto a la silla alta de Benjamin, quien jugueteaba somnoliento con su taza vacía. Observé sus manos, esas mismas manos que horas antes se aferraban a mi espalda con una urgencia que ahora parecía un sueño lejano, preparando ahora un biberón con una concentración que me excluía por completo.
—Voy a bañar y a dormir a Benjamin —anunció, sin mirarme. Su voz era un muro.
Antes de que pudiera responder, tomó al niño en brazos y se lo llevó, desapareciendo por el pasillo como si el suelo se tragara su huida. La cocina quedó en un silencio pesado, solo roto por el tictac del reloj de pared. Mi cena, ahora fría, perdió todo su sabor. Había ganado la sumisión, pero la victoria era hueca, envenenada por su ausencia.
Minutos después, con el estómago pesado y un malestar sordo en el pecho, me levanté y lavé los trastes. El agua caliente y la espuma eran una tarea mundana, un contraste absurdo con el torbellino emocional que siempre nos rodeaba. Cada plato limpio, cada cubierto reluciente, era un intento de poner orden en el caos que ella sembraba a su paso.
Cuando terminé, me sequé las manos y me dirigí a la habitación de mi heredero. La puerta estaba entreabierta. Me asomé.
La escena me detuvo en seco.
Clara estaba sentada en la mecedora, bajo la tenue luz de la lámpara nocturna. Benjamin, limpio y con un pijama diminuto, dormía profundamente en sus brazos. Su cabecita reposaba en el hueco de su brazo, y el biberón, ya casi vacío, seguía en su boquita, sostenido por la mano de ella. Su otro brazo lo mecía con un ritmo lento y constante, y de sus labios salía un susurro, una canción de cuna antigua y sencilla que nunca había oído cantar.
No era la mujer desafiante de la oficina. No era la amante rendida de mi cama. No era la sirvienta resentida de mi cocina. Era… una madre. Pura y simple. Y en esa transformación, era más hermosa y más inalcanzable que nunca.
Una punzada de algo que no quería reconocer—¿envidia? ¿soledad?—me atravesó. Ese momento, esa intimidad entre madre e hijo, era un santuario al que no tenía acceso. Podía comprar su obediencia, podía exigir su presencia, pero no podía forzar mi entrada en ese espacio sagrado.
—Ya está dormido —dije, mi voz sonó extrañamente áspera al romper el hechizo. —Acuéstalo y ven a nuestra habitación.
Ella no se sobresaltó. Alzó la vista lentamente, y sus ojos, iluminados por la luz suave, me miraron sin sorpresa, como si supiera que yo estaría allí, acechando en el umbral, siempre interrumpiendo. No hubo desafío en su mirada esta vez, solo una profunda y cansada resignación.
Asintió una vez, con un movimiento casi imperceptible. Luego, bajó la vista hacia Benjamin de nuevo, posando un beso tan suave en su frente que apenas alteró el aire. Se levantó con una infinita precaución y lo acostó en la cuna, arropándolo con los edredones como si fuera el tesoro más frágil del mundo.