La arrastré hasta que su cabeza reposó en mi hombro, un gesto que fingía intimidad pero que no era más que otra forma de control. Así, podía pasar mi mano por su espalda, sintiendo cada vértebra bajo mis dedos, recordándole—y recordándome a mí—la fragilidad que yacía bajo su fachada de desafío.
—¿Qué piensas de que empiece a trabajar? —preguntó su voz, un susurro contra mi piel que cortó el aire cargado de poscoito.
Mi mano se detuvo en la base de su espalda. —Ya habíamos hablado de ese tema —expresé, y no pude evitar que el tono sonara cortante, molesto. Era un territorio que creía haber cerrado.
Ella se ajustó, su aliento caliente en mi cuello. —Y si es en tu oficina. Estaré todo el día bajo tu mirada.
La oferta era inteligente, una concesión calculada para obtener lo que quería. Bajo mi vigilancia constante. Pero incluso esa idea me producía escozor. En mi oficina, sería un recordatorio constante de la vida que tenía antes, de la independencia que una vez ostentó. Sería una distracción. Una tentación. Una posible grieta en el muro de control que tan cuidadosamente había construido a su alrededor.
—Ya dije que no —repetí, y mi mano reanudó su recorrido por su espalda, esta vez con más presión.— Tu único deber es estar con Benjamin y cuidar de él.
Ella se tensó. —No me quejo de estar con mi hijo. Pero es que quiero hacer algo. Sentirme productiva. Antes yo trabajaba y a ti no te molestaba.
—Antes —corté, mi voz un latigazo en la penumbra— no teníamos un hijo.
La frase cayó entre nosotros como una losa. Antes. Antes era ella, Clara, la mujer cuya ambición y espíritu indomable me habían atraído, un desafío que creí poder domeñar. Ahora era la madre de mi heredero. Un rol que, para mí, eclipsaba todos los demás. Su productividad, su realización, no debía buscarse en una oficina, sino aquí, entre estas paredes, criando al futuro Blackwood.
Cualquier otra cosa era un desvío inaceptable. Un riesgo. Un primer paso hacia la idea de una vida separada de la que yo no formaba parte, y eso era algo que nunca permitiría.
La cogí de la mano y la levanté de la cama, sin darle opción a rechazar ni a cubrirse. Caminamos desnudos por la habitación, la frialdad del mármol bajo nuestros pies, un contraste con el calor que aún emanaba de nuestros cuerpos la piel aún húmeda y marcada por nuestro encuentro. En el baño, la luz se encendió, brillante e implacable, revelando la lujosa suite de mármol.
Nos metimos en la ducha, un cubículo de cristal empotrado. Abrí el grifo y el agua cayó como una lluvia cálida y artificial, empapando su cabello al instante, pegándolo a su rostro y hombros, gotas corriendo en pequeños riachuelos por su rostro, resbalaban por sus pestañas, por la punta de su nariz, por esa boca que tan bien sabía desafiarme. Cogí la pastilla de jabón, de un olor limpio y neutro que pronto sería reemplazado por el suyo.
Comencé a pasarla por sus hombros, por la curva de su espalda, marcando mi territorio en la espuma blanca. Pero entonces, su mano se interpuso, agarrándome la muñeca con una firmeza que no esperaba.Sus ojos, entrecerrados por el agua, me desafiaban.
—Puedo hacerlo yo sola —dijo, su voz un desafío ahogado por el sonido del agua.
Mi agarre no cedió.La miré fijamente, dejando que el agua llenara el silencio entre nosotros.Gotas de agua se acumulaban en sus párpados como un llanto que se negaba a caer.
—No—respondí, mi voz un susurro ronco cortando cualquier esperanza de autonomía.—No cuando yo esté presente.
Liberé mi muñeca de su agarre con facilidad y continué. La pastilla de jabón resbaló por su clavícula, descendiendo hacia la suave pendiente de sus senos. Mi mano, ahora cubierta de espuma, la siguió, masajeando la piel sensible, trazando círculos lentos y deliberados alrededor de sus pezones, que se endurecieron al instante bajo el contacto del jabón y mis dedos. Ella contuvo la respiración, un pequeño jadeo ahogado por el agua. Sus párpados se cerraron, no en placer, sino en una rendición forzada, sabiendo que cualquier resistencia era inútil. Mis dedos continuaron su viaje, bajando por su vientre, limpiando, poseyendo, recordándole que incluso en el acto más mundano, mi voluntad era la única que importaba. El agua caliente caía sobre nosotros, lavando la espuma, pero la marca de mi dominio permanecía, impregnada en su piel más profundamente que cualquier aroma.
No era un gesto de aseo. Era otro acto de posesión. Un recordatorio de que incluso en algo tan básico como lavarse, su cuerpo me pertenecía. Que cada centímetro de su piel era mío para tocar, limpiar y, sobre todo, reclamar.
Luego, cogí mi champú. Quería que oliera a mí. Que llevara mi esencia incluso después de que el agua se llevara la espuma. Vertí una cantidad generosa en mi palma y comencé a masajearlo en su cuero cabelludo con una suavidad que contrastaba con la dureza de mis manos. Mis dedos se hundieron en su cabello mojado, trabajando la espuma con movimientos circulares y firmes.
Hice que ella me lavara a mí, guiando sus manos suaves y reluctantes sobre mi pecho, mis hombros, mi espalda. Sentir sus palmas enjabonadas deslizándose sobre mi piel, incluso con desgana, avivaba el fuego de una posesión diferente, más íntima y no menos intensa. Era otro recordatorio: su cuerpo no solo existía para mi placer, sino también para mi cuidado, para atender mis necesidades más básicas bajo mi atenta mirada.
Cuando terminamos, apagué el agua y el repentino silencio fue casi ensordecedor. Envolví su cuerpo en una toalla grande y suave, absorbiendo las gotas que resbalaban por su piel como perlas, y me até otra alrededor de mis caderas. La llevé frente al gran espejo del lavabo, donde nuestros reflejos, empañados por el vapor, se miraban fijamente. Ella parecía más pequeña, envuelta en la toalla, con el cabello oscuro pegado a su rostro.
Tomé el secador y encendí el suave zumbido que llenó la habitación. Comencé a secar su cabello, enredando mis dedos en los mechones oscuros y húmedos, levantándolos con el chorro de aire caliente. La tarea era fácil; mi estatura me permitía dominar el proceso por completo, rodeándola con mis brazos, inclinándola suavemente hacia atrás o de lado según mi criterio. Era un acto de doméstica intimidad que, sin embargo, estaba imbuido del mismo control que todo lo demás.