Clara
El despertador no sonó; fue Sebastián quien me despertó a las 5 de la mañana con un suave roce en el hombro. Sus ojos, ya alertas, me indicaban que era hora de comenzar los preparativos para ese viaje del que me había hablado con vaguedad. En el fondo, me resultaba extraño que quisiera llevarnos a Benjamin y a mí, pero no me sorprendía. Dada la naturaleza posesiva de Sebastián, era impensable que me permitiera quedarme sola con el niño durante varios días. Eso habría sido una oportunidad, una grieta en su control, y él nunca lo permitiría.
Mientras él se dirigía a su rutina de ejercicio, yo me levanté y tendí la cama con movimientos automáticos. La diana apenas comenzaba a filtrarse por las ventanas del penthouse. Me dirigí al baño, donde el agua caliente de la ducha ayudó a despejar las últimas brumas del sueño. Después de cepillarme los dientes, me vestí con unos pantalones cómodos y un abrigo, anticipando el frío matutino. Aplicarme un poco de maquillaje fue un acto rápido; nunca fui de esas mujeres que dedican horas a su rostro.
Saqué las maletas y comencé a doblar metódicamente la ropa. Sebastián había mencionado que el viaje sería de tres días, así que preparé lo esencial para mí, calculando cada prenda. Luego, pasé a sus cosas. Seleccioné trajes impecables, camisas de algodón egipcio y los accesorios que sabía que exigiría. Justo cuando terminaba, él entró en la habitación, emanando el calor y el olor del esfuerzo físico.
—¿Qué trajes te preparo? —pregunté, manteniendo la voz neutral.
Se acercó, su presencia llenando el espacio, y escogió personalmente cada artículo, desde los relojes hasta los zapatos, con una mirada crítica que no dejaba lugar a errores. Sin una palabra, se dirigió a la ducha, y yo aproveché para cerrar las maletas, asegurándome de que todo estuviera en orden.
Luego, me dirigí a la habitación de Benjamín. La luz tenue de la noche aún envolvía su cuna. Con movimientos cuidadosos para no despertarlo, preparé su bolso con pañales, mudas de ropa, sus cremas y los juguetes que más le calmaban. La paz de su sueño era un contraste brutal con el nudo de inquietud en mi estómago.
En la cocina, me puse a preparar el desayuno: huevos revueltos, tostadas, café. Calenté la leche para Benjamin y la vertí en su biberón. Justo cuando terminaba, Sebastián emergió del baño, perfumado y vestido con un traje a medida que, a pesar de mí misma, hizo que algo en mi interior se estremeciera. La tela caía sobre su cuerpo con una precisión que hablaba de poder y de un atractivo que nunca lograba ser indiferente para mí.
Serví su desayuno y el mío, y me senté a su lado en la isla de la cocina. El silencio era denso, solo roto por el sonido de los cubiertos.
—¿A dónde vamos? —pregunté al fin, incapaz de contener mi curiosidad.
Él terminó de masticar, bebió un sorbo de café y me miró. —Cuando lleguemos, lo verás —respondió, su tono era final, dejando claro que no había más información que obtener.
Una vez que terminamos, recogí los platos y los lavé con una eficiencia aprendida. Luego, regresé a la habitación de Benjamín. Lo desperté con caricias suaves, lo bañé con agua tibia y le di su biberón mientras lo vestía con un conjuntito de algodón.
Sebastián se asomó por la puerta, ya con el abrigo puesto. —Ya nos vamos.
Asentí, tomé a Benjamin en brazos y su bolso, y lo seguí. Él ya tenía nuestra maleta en la mano. Al salir del penthouse, su mano encontró la mía con una familiaridad que era pura posesión. Un automóvil negro nos esperaba, y el trayecto hasta el aeropuerto transcurrió en silencio.
Sin embargo, no nos dirigimos a la terminal principal. El auto se desvió hacia un hangar privado. Allí, bajo la luz del amanecer, esperaba un jet imponente, con el logotipo discreto de Blackwood Industries en el fuselaje.
—No sabía que íbamos a salir de la ciudad —comenté, incapaz de disimular mi sorpresa.
Él no respondió. Simplemente, guiándome con su mano en la espalda, me hizo subir la escalerilla. El interior era de una lujosa austeridad: cuero, madera pulida y espacio. Nos acomodamos en unos asientos anchos, y mientras Benjamin jugueteaba en mi regazo, sentí el zumbido de los moteros encendiéndose. El avión comenzó a rodar, y con él, la certeza de que este viaje, a donde quiera que fuéramos, era otro movimiento más en el tablero de Sebastián.