Clara
El viaje fue corto. En apenas una hora, el jet comenzó su descenso hacia Boston, la ciudad histórica que se alzaba a tan solo una hora de vuelo desde Manhattan. Un automóvil de lujo nos esperaba en la pista privada, y sin pérdida de tiempo, nos condujo directamente al The Liberty Hotel, un lugar que transforma una antigua cárcel en un refugio de lujo para millonarios, donde la historia y la opulencia se entrelazan.
Mientras Sebastián se registraba con su habitual eficiencia, yo me quedé en el lobby, sosteniendo a un somnoliento Benjamín entre mis brazos, observando las altísimas cúpulas de vidrio y las paredes de piedra originales que hablaban de un pasado severo, ahora suavizado por alfombras inmaculadas y un mobiliario de diseño.
Él regresó, tomó a Benjamin en un brazo con sorprendente naturalidad y, con la otra mano, cogió la mía. Su agarre era firme, un recordatorio silencioso. Subimos en un ascensor panorámico que revelaba el imponente atrio central del hotel.
La suite era, como todo lo que rodeaba a Sebastián, impecable. Espaciosa y de techos altos, conservaba un muro de ladrillo original que añadía un carácter único. Grandes ventanales arqueados ofrecían una vista panorámica del río Charles y el skyline de Boston. El suelo de madera oscura brillaba bajo la luz de una lámpara de hierro forjado que colgaba del centro. Los muebles eran una mezcla de piezas modernas y clásicas: un sofá grande de terciopelo color borgoña, una chimenea de mármol apagada y una mesa de centro de roble macizo. En una esquina, una cuna de viaje ya esperaba, un detalle que Sebastián sin duda había ordenado con antelación. El aire olía a limón pulido y a lino limpio, un aroma a orden y control absoluto.
Sebastián se dirigió al dormitorio anexo y emergió minutos después, habiéndose cambiado por un traje aún más imponente, si cabía. Se acercó a mí, y antes de que pudiera decir nada, apretó mi cara entre sus manos, sus dedos firmes contra mis mejillas, obligándome a mirarlo directamente a los ojos.
—Tengo que ir a la reunión —anunció, su voz baja pero cargada de una autoridad que no admitía réplica. Su mirada gris se clavó en la mía, buscando, escarbando. —Que no se te ocurra salir, Clara.
No era una sugerencia. Era una orden. Un decreto. Las palabras, simples pero pesadas como losas, colgaron en el aire lujoso de la habitación. Al decirlas aquí, en esta ciudad desconocida, en esta suite que era otra jaula elegantemente decorada, sonaban mucho más siniestras. No solo me prohibía salir del hotel; me estaba prohibiendo salir de los límites que él había trazado alrededor de mi vida. Y lo hacía con la certeza de un hombre que estaba absolutamente seguro de que su voluntad era la única ley que importaba.
La puerta se cerró tras él con un clic suave y definitivo. El sonido, apenas un susurro en la suite insonorizada, resonó en mis oídos como el portazo de una prisión. Me quedé inmóvil, la piel de mis mejillas aún caliente por el contacto de sus manos. El aroma de su colonia, amaderada y fría, aún colgaba en el aire, un fantasma de su presencia dominante.
Miré a mi alrededor. La habitación era hermosa, sin duda, cada detalle cuidadosamente curado para ofrecer el máximo confort y, al mismo tiempo, reforzar una sensación de enclaustramiento. Los altos ventanales mostraban una Boston gris y lluviosa, la ciudad extendiéndose como un mapa de libertad que no podía tocar. El río Charles fluía en la distancia, indiferente a mi cautiverio.
Benjamin, inquieto por el cambio de entorno, comenzó a quejarse en su cuna de viaje. Su llanto, pequeño y desamparado, me sacudió de mi estupor. Cruzó la habitación y lo tomé en mis brazos, meciéndolo suavemente. Su calor, su olor a bebé, eran mi único ancla a la realidad, a la razón por la que soportaba todo esto.
—Shhh, mi amor, mamá está aquí —susurré contra su suave cabello, sin saber si mis palabras eran un consuelo para él o para mí.
Caminé hacia la ventana con él en brazos. Ahí abajo, la vida continuaba. Coches diminutos se deslizaban por las calles, la gente, como pequeñas hormigas, iba y venía con una libertad que me parecía un lujo inalcanzable. "Que no se te ocurra salir, Clara". Su orden era una cadena invisible que me ataba a estas cuatro paredes. ¿Adónde iría, de todos modos? No tenía dinero, ni pasaporte, ni un plan. Solo tenía a Benjamin, y el miedo a lo que Sebastián sería capaz de hacer si desafiaba su voluntad.
La rabia comenzó a burbujear dentro de mí, mezclada con una desesperación profunda. No podía vivir así, turnando entre la sumisión en la cama y el encarcelamiento en suites de lujo. Benjamin se durmió de nuevo en mis brazos, agotado. Lo acosté con cuidado en la cuna y me senté en el borde del sofá de terciopelo, sintiendo el peso de la soledad y la impotencia.
Mis ojos recorrieron la habitación, buscando una salida, una grieta en la perfección de su control. No había. Solo lujo, silencio y la asfixiante certeza de que, a donde quiera que él me llevara, mi mundo siempre se reduciría al espacio que él decidiera concederme. Y en ese momento, ese espacio era esta celda de cinco estrellas, con vistas a una libertad que podía ver, pero nunca alcanzar.