Mi hijo, Su heredero

Capítulo 36

Clara

La tensión de la mañana aún se aferraba a mis hombros como una capa invisible. Con Benjamin durmiendo plácidamente en su cuna, decidí que el lujo opresivo de la suite podría, al menos, ofrecerme un pequeño respiro. Me dirigí al baño, y si la habitación era impresionante, el baño era directamente sublime. Mármol negro pulido, grifería dorada y una bañera independiente tan grande que casi parecía una piscina privada.

Aprovechando la paz, abrí los armarios empotrados y encontré exactamente lo que buscaba: sales de baño de lavanda, aceites esenciales y hasta un frasco con pétalos de rosa deshidratados. Llené la bañera con agua caliente y vertí generosamente los productos, dejando que el aroma calmante de lavanda y el dulce perfume de rosas llenaran el vapor. Me sumergí en el agua espumosa, cerrando los ojos y permitiendo, por unos minutos, que el calor disolviera un poco la rigidez en mis músculos. Era un lujo efímero, lo sabía, pero en ese instante, fue un bálsamo para mis nervios.

Cuando salí, envuelta en una suave bata del hotel, la suite seguía en silencio. Sebastián no había regresado de su reunión y Benjamin aún no despertaba. La combinación de relajación y cansancio me venció. Me acosté en la cama grande, hundiéndome en las sábanas de algodón egipcio, y me dejé llevar por un sueño ligero e intranquilo.

Me desperté con el sonido inequívoco de la puerta al abrirse. Sebastián entró con su presencia habitual que llenaba inmediatamente el espacio. Se acercó a la cama, y antes de que pudiera fully despertar, sus labios encontraron los míos en un beso posesivo que no pedía permiso. Al separarse, hundió la nariz en la curva de mi cuello, oliendo profundamente.

—Hueles a flores —murmuró, su voz un zumbido grave contra mi piel. Luego, se enderezó. —Prepárate. Saldremos a almorzar.

Sin esperar respuesta, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre un sillón, dirigiéndose al baño. Yo me levanté, aún aturdida, y fui a buscar a Benjamin. Lo desperté con suavidad y lo vestí con un conjuntito de lino beige, peinando sus finos cabellos con cuidado y aplicando una gota de la colonia suave para bebés que siempre llevaba. Cuando terminé, Sebastián salió del baño, envuelto en vapor y con el torso desnudo, una toalla en la cintura. Su piel olía a su jabón de sándalo y bergamota, un aroma que me era tan familiar como opresivo.

—Prepara mi traje —ordenó, secándose el cabello con otra toalla.

Asentí en silencio. Era un ritual antiguo, uno que había realizado innumerables veces antes de que todo se desmoronara. Abrí el armario y seleccioné un traje azul marino, una camisa blanca impecable, calcetines de seda y sus zapatos Oxford. Elegí una corbata de seda color granate, colocándolo todo sobre la cama con la precisión que él exigía. Mientras lo hacía, una sensación de déjà-vu me invadió. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si nunca me hubiera ido.

Luego, me vestí. Me puse un vestido de lana color vino, elegante pero lo suficientemente abrigado para el clima fresco de Boston. Me maquillé ligeramente, solo un toque de rímel y un poco de labial. Me recogí el cabello en un moño bajo y me puse unos tacones de gamuza negra. Estaba lista.

Sebastián, ya vestido con el traje que preparé, me evaluó con una mirada rápida y crítica antes de asentir, aprobatorio. Tomó a Benjamin en un brazo y, con el otro, cogió mi mano. Su agarre era firme, un recordatorio tácito de mi lugar a su lado.

Salimos del hotel, la mano de él sellada sobre la mía, nuestro hijo en sus brazos. La imagen era perfecta: la familia joven, hermosa y adinerada. Nadie que nos viera caminar hacia el restaurante podría haber imaginado los barrotes invisibles que encerraban cada uno de mis pasos.




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