Mi hijo, Su heredero

Capítulo 38

Clara

Los minutos se arrastraban con una pesadez insufrible. Los tres hombres sumergidos en un océano de términos que no entendía—fusiones, adquisiciones hostiles, porcentajes de mercado—era solo un ruido de fondo, un zumbido molesto que palidecía ante la tormenta interna que rugía dentro de mí.

Un camarero apareció silenciosamente, sirviendo champán en copas de cristal fino. Sebastián, absorto en la conversación, apoyó su mano en mi muslo con un gesto automático, casi distraído. Sus dedos dibujaban círculos pequeños sobre la tela de mi vestido, un gesto que en otro contexto podría haber sido íntimo, pero que ahora sentía como la marca de un dueño mostrando su propiedad frente a un rival. Cada caricia era un recordatorio de que yo era un mueble más en su mundo, un trofeo en esta mesa de negociaciones.

Y frente a mí, los ojos de Lucius Blackwood, cargados de una intención repugnante, no se despegaban de mí. No eran miradas furtivas; eran escaneos descarados, lentos, que recorrían mi cuello, mis hombros, la línea de mi escote, como si estuviera desnuda ante él.

—Clara, cuéntanos —dijo de repente, interrumpiendo el flujo de la conversación empresarial—, ¿Boston te está gustando? Debes extrañar la... sencillez de antes, ¿no? —Su tono era dulce como el veneno, insinuando que conocía un pasado que los demás ignoraban.

—Se está adaptando —respondió Sebastián por mí, con una firmeza que no admitía más preguntas, pero su mano no se movió de mi pierna.

Intenté sonreír, un gesto tenso y forzado que se sentía como una máscara de arcilla secándose en mi rostro. —Es... una ciudad interesante.

Mis manos, apoyadas sobre el mantel, temblaban de forma incontrolable. Intenté esconderlas en mi regazo, pero el temblor se trasladó a mis rodillas. Mi corazón galopaba con tal fuerza en mi pecho que estaba segura de que todos podían oírlo, un tambor de pánico que marcaba el compás de mi humillación y mi miedo. Cada vez que Lucius me miraba, revivía la sensación de su aliento caliente en mi cuello, la presión de su cuerpo contra el mío, la vileza de su amenaza.

El champán burbujeó en mi copa, una burla de celebración en medio de mi agonía. La mano de Sebastián en mi muslo ya no era una caricia, sino un peso que me anclaba a esta silla, a esta tortura. La sonrisa de Lucius se hizo más amplia, como si estuviera disfrutando de cada espasmo de mi miedo, saboreando mi impotencia.

Hasta que no aguanté más.

La necesidad de escapar, de respirar un aire que no estuviera envenenado por su presencia, se volvió física, un instinto de supervivencia primario. Con un movimiento brusco que hizo chirriar las patas de mi silla contra el suelo, me levanté.

Todas las conversaciones se cortaron. Tres pares de ojos se clavaron en mí: la de Sebastián, fría y ligeramente irritada por la interrupción; la del socio anodino, indiferente; y la de Lucius, llena de una diversión malévola y triunfal.

—Con permiso —logré decir, con una voz que apenas reconocí como propia, ronca y temblorosa—. Voy al baño.

Sin esperar una respuesta, di media vuelta y caminé lo más rápido que pude sin correr, alejándome de la mesa, sintiendo la mirada de Lucius grabándose en mi espalda como un hierro al rojo vivo. No era solo un escape al baño. Era un intento desesperado de huir, aunque solo fuera por unos minutos, del hombre que había destruido mi vida una vez y que ahora parecía listo para hacerlo de nuevo.




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