Clara Blackwood
Me encerré en el cubículo del baño, apoyando las manos temblorosas sobre el mármol frío de la pileta. Al mirarme al espejo, vi el reflejo de una mujer pálida, con los ojos desorbitados por un pánico que no podía controlar. No pude sostener mi propia mirada. Abrí la llave y me salpicé la cara con agua fría, una y otra vez, como si pudiera lavar la sensación de suciedad que la presencia de Lucius había dejado sobre mi piel. Pero el agua no podía limpiar el miedo, ni el recuerdo de su amenaza. Un par de lágrimas calientes se mezclaron con el agua fría, silenciosos testigos de un sufrimiento y un dolor que no me atrevía a vocalizar. Estaba muerta de miedo.
Cuando logré recomponerme lo suficiente, salí. Caminé de vuelta a la mesa con pasos que intentaban parecer seguros. Me senté y busqué refugio inmediato en la imagen de Benjamín, que estaba en su silla alta, jugando feliz y ajeno con un pequeño sonajero. Su inocencia era un bálsamo y una tortura a la vez. ¿Cómo podía protegerlo de una maldad que ni siquiera podía nombrar?
Sentí la presencia de Sebastián inclinándose hacia mí antes de oír su voz, un susurro grave y cargado de sospecha cerca de mi oído.
—¿Por qué tardaste tanto?
El corazón me dio un vuelco. —Me sentía algo indispuesta —murmuré, evitando su mirada, concentrándome en enderezarle el babero a Benjamin.
Los hombres retomaron su conversación, una intrincada red de números y estrategias de la que era solo una espectadora muda. Cuando llegó el almuerzo, los platos se sucedieron como en una obra de teatro absurda. Yo moví la comida con el tenedor, llevé pequeños trozos a mi boca que sabían a ceniza, pero apenas pude tragar. El nudo de terror en mi estómago lo impedía.
—¿Por qué no comes? —preguntó Sebastián, su voz ahora más clara, dirigida directamente a mí.
En lugar de responder, me concentré en darle de comer a Benjamin, quien abría su boquita con avidez, feliz y despreocupado. Era más fácil ocuparme de él que enfrentar la pregunta de Sebastián o la mirada de Lucius, que sabía que seguía posada sobre mí, disfrutando de mi malestar.
Finalmente, la tortura llegó a su fin. Los hombres se levantaron, se dieron la mano. El Sr. Vance se despidió con cordialidad. Luego, fue el turno de Lucius. Tomó la mano de Sebastián, pero sus ojos se dirigieron a mí.
—Un placer verte, Clara —dijo, y su voz era una caricia venenosa.—Pronto iré por allá.
Lo miré con horror, incapaz de disimularlo. ¿Iría a la casa? ¿Volvería a envenenar mi frágil paz?
—Siempre será un placer tenerte con nosotros, tío —respondió Sebastián con una naturalidad que me dejó atónita.
Él no sabía. No podía saber. Tomó a Benjamin en brazos y luego mi mano, y salimos del restaurante. El contraste entre la calma bulliciosa de la calle y la tormenta dentro de mí era abismal.
El silencio en el auto fue denso. Al llegar al hotel y entrar en la suite, Sebastián depositó a Benjamin en la cuna que habían instalado y se volvió hacia mí. Sus ojos grises me escudriñaban.
—Estuviste muy extraña en el almuerzo —declaró, sin rodeos.— ¿Pasa algo?
La pregunta directa me pilló desprevenida. Todo mi ser gritaba la verdad, quería contarle sobre el acoso, sobre la amenaza, sobre la razón real por la que lo había abandonado. Pero el miedo era más fuerte. El miedo a que no me creyera, a que pensara que era yo la que había provocado a Lucius, a que me quitara a Benjamin.
—No —dije, bajando la mirada hacia mis manos, que volvían a temblar ligeramente.—No pasa nada.
La mentira pesaba como plomo en mi conciencia, pero era el único escudo que tenía contra un mal que parecía imparable.