Mi jefe, Andrew Barnett

6. Límites.

Andrew la observó, arreglándose la prenda al colocársela, cayendo para cubrirlo de lleno, esta vez dándole el frente donde no existía nada espantoso en su contra. La miró sorprendida, aún pasando la mirada por él hasta seguir el rastro de sus movimientos, jadeando en lo que miró las muestras de sus dedos al dar un paso atrás.

¿Qué rayos estaba viendo? ¿Qué clase de broma era esa? Tragó, incómoda al sentir el aire atascarse en su sistema, alejado de sí el oxígeno en lo que intentó pensar en escapar, pensando en lo imposible. No sabía dónde estaba, tampoco quién era él a la perfección.

Siguió moviéndose fuera al verlo avanzar, detenido ante su presencia unos segundos después, cruzado de brazos. Era la primera vez que alguien lo descubría de espaldas porque casi nunca se permitía estar así en un espacio. Por mucho tiempo esquivó las miradas, los toques, los gestos hacia sí, importándole poco emitir algún rechazo a quienes buscaba pasar sus límites, por lo que cometió el peor error al pensar que no iba a despertarse tan rápido.

Seguramente el sedante había pasado al igual que los efectos de la pastilla para el dolor, regañándose dentro de sí ante el descuido, al declinar volver al baño para vestirse si tenía el otro espacio menos asfixiante.

Pasó una mano por su frente al verla en trance, esperando dijera algo. Hablaba como loca y ahora se quedaba sin decir ni una sola palabra. Al final, le parecía preocupante, ni siquiera preguntaba nada.

—¿Va a decir algo o se le comió la lengua el ratón?—habló, impaciente.

Ese silencio se le hizo lo más incómodo del mundo. Su prometida hubiese pegado el grito a todos los cielos e infiernos habidos y por haber si tan solo lo veía.

—¿Qué son esas cicatrices?—susurró, ahogada.

—No son nada—su rostro se desencajó, consciente de la burla en sus palabras.

—¿Y para qué me dice que si voy a decir algo?—encogió sus hombros.

—Para prepararme en caso de un bombardeo de palabras inminentes—reviró.

—¿Por qué dice que no es nada? ¿Qué es todo eso que vi?—insistió. Llevó las manos a su cabeza, apresando sus sienes con sus dedos allí.

—Una espalda con cicatrices—mencionó.

—Y sus nudillos también tienen—asintió, recostado de la madera tras él.

—Sí—afirmó.

—Dígame la verdad. Me lo debe—el hombre bajó la cabeza un momento, sopesando su propuesta. ¿Por qué habría de decir algo? ¿Acaso era importante en su vida? Por supuesto que no. Ni siquiera Alicia podría ocupar un grado de importancia tan grande como para confesarle cosas que no lograba sacar a la luz, decidido a callar, convirtiendo aquello en la mejor opción.

—¿Se lo debo?—Ella asintió—. ¿Según quién?—Se movió de su espacio, caminando hacia ella al verla tomar asiento en la cama.

—Según yo—pregonó.

—¿Por qué?—Anaris fijó su vista en él, desafiante.

—Porque yo lo vi—exhaló, negando.

—Sin permiso.

—Usted se desnudó en mi presencia—le dio una sonrisa irónica, dándole una negativa.

—Me vestía donde debía hacerlo. Usted es la entrometida, no yo—acotó.

—Dormía—apretó su mandíbula.

—Por supuesto, eso hacía—se puso de pie, enfrentándolo—. Usted estaba durmiendo, así que no es mi culpa el hecho de haberlo visto. Le pido de favor que no se meta donde no pertenece y de donde solo habrá un centenar de daño, ¿de acuerdo?—inquirió, mirándola al apretar sus puños para no demostrarle lo mucho que le afectaba.

—¿Por qué no?—La distancia entre ambos se acortó, mezclando sus respiraciones al tenerla así, invadiendo su lugar sagrado. Esa delgada línea que lo complicaba todo, reconociendo lo mismo vivido en su casa cuando la tuvo contra la cama.

—Porque yo no me meto en lo suyo, señorita Morano—señaló.

—¿Seguro?—asintió—. ¿Y qué piensa de Joe?—Tragó, apretando su mandíbula.

—Que es un hombre atento y amoroso—mintió—. ¿Usted qué piensa de mis cicatrices?—La rubia lo vio, surcando en su rostro ese sentimiento que tanto odiaba ver en los demás.

—Que marcan una historia de horror—musitó, acercándose un poco más.

—Algo que no deberías permitir en tu vida, Anaris—murmulló—. No te mereces eso—cerró los ojos—. Nadie merece tener el poder de dañarte, loro—lo miró, sorprendida ante sus palabras, viendo sus facciones contraídas al levantar su palma hacia ella.

Casi podía jurar que estaba temblando, aunque su fuerza de voluntad era inmensa, demasiado para lo visto en frente, dando un respingo ante el roce de su dedo en su frente, alejando un mechón de su cabello tras su oreja.

Andrew no la miraba, no lo hizo siquiera al dar un paso atrás, buscando la salida en lo que cerraba la puerta tras de sí, viendo sus manos al salir.

Todo él temblaba. Sus manos, sus piernas, su vientre e incluso su estómago. Cada uno haciendo una función diferente el intentar controlarse, volver a la normalidad aunque no pudiese, aún si tenía que tomarse ese placebo al imaginar ser esa pastilla que lo calmaba, esa dosis bajo su lengua que lo noqueaba al no poder más, deseoso de usar sus fuerzas.



#21735 en Novela romántica
#3614 en Chick lit
#2576 en Novela contemporánea

En el texto hay: jefe, romance, empleada

Editado: 20.07.2021

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.