—TAYLOR—
—Firme este contrato de confidencialidad —dice el abogado de Bastian Ross tan pronto toma asiento a mi lado en la mesa redonda de la oficina de presidencia—. Durante esta reunión, mi cliente compartirá información personal que no debe salir de estas cuatro paredes.
Me pasa dos hojas y las reviso rápidamente. Aunque trato de aparentar calma, por dentro estoy más tensa que un resorte a punto de romperse.
¿Realmente estoy haciendo esto?
Me siento como en un extraño sueño.
Tomo la pluma, firmo sin dudarlo, consciente de lo que estoy aceptando. Sé lo que significa un contrato de confidencialidad: el señor Ross me va a contar su historia, responderá mis preguntas, y, a cambio, yo tengo la responsabilidad legal de cerrar la boca y no compartir nada de lo que se diga aquí.
Miro de reojo al abogado, quien asiente brevemente, mientras Bastian Ross sigue sentado frente a mí, observándome como si quisiera descifrar si soy alguien en quien realmente puede confiar.
—Perfecto —dice el abogado, asintiendo hacia su cliente, quien se recuesta un poco más en su silla, aparentemente más relajado.
—Ahora ya puede hacer sus preguntas —dice el señor Ross.
Abro y cierro la boca un par de veces. Tengo miles de preguntas en mi cabeza, todas compitiendo por salir primero, pero decido ir al grano y empezar con lo más importante.
—¿Por qué necesita una novia falsa? Un hombre como usted… —me callo, sin atreverme a decir lo que realmente pienso.
El sujeto es guapísimo, rico, el tipo de hombre por el que las mujeres se arrastrarían, ¿por qué necesitaría fingir?
—Me resulta difícil de comprender —digo finalmente, revolviendo los dedos nerviosamente sobre mi falda
Bastian suspira profundo, como si tuviera esta conversación más veces de las que quisiera.
—Mi familia tiene ciertas expectativas sobre mí —empieza a decir con calma, su tono inexpresivo—. Y esas expectativas no van acorde con lo que deseo para mi vida. Estoy cansado de ser forzado a tener citas con mujeres que no me interesan en lo absoluto.
Lo miro con tanta intensidad que casi me olvido de parpadear.
—¿Y no puede simplemente… no ir a esas citas? —pregunto, pensando en lo sencillo que parece.
Él me mira, y durante un segundo me parece que casi sonríe, pero es más un amago que una sonrisa real.
—Si fuera tan fácil, no estaríamos teniendo esta conversación —responde, tajante—. Mi madre es… insistente, y mi familia tiene una imagen que desea proteger. Creen que, a mi edad, es inaceptable que no esté casado o que no tenga una pareja formal. Así que prefieren inventar rumores.
—¿Rumores? —repito, ahora completamente intrigada.
—Rumores sobre mi sexualidad, mis inclinaciones, mi vida privada en general —explica, y noto una leve tensión en su mandíbula—. No tengo tiempo ni deseo de estar desmintiendo cada historia absurda que aparece sobre mí. Y lo último que quiero es seguir perdiendo el tiempo en esas citas arregladas que no me aportan nada.
Miro al abogado, cuya expresión sigue siendo completamente seria y profesional. Al parecer, todo lo que dice este hombre va en serio.
Es… es… intrigante.
—Así que… ¿No le gustan las mujeres? —pregunto, sin vergüenza alguna, ya metida hasta el fondo en este chisme. Nunca pensé que este hombre tuviera una historia tan interesante que contar.
Él bufa, y por primera vez lo veo esbozar una sonrisa socarrona. Es casi imperceptible, pero ahí está.
—Mi situación no tiene nada que ver con la atracción —responde, manteniendo esa media sonrisa, aunque sus ojos se tornan más serios—. Lo que no tolero es el contacto físico... ni las conexiones emocionales. Todo eso me resulta... incómodo, innecesario. Es como si intentara encajar en un molde que simplemente no está hecho para mí.
Ladeo la cabeza, intentando asimilar lo que dice. Es… raro.
Asiento lentamente, sintiendo que empiezo a entender su extraña manera de ver las relaciones. Pero, claro, sigue siendo una idea bastante complicada de digerir.
—Entonces, lo que realmente busca es una especie de trato práctico —digo, más para aclararlo en mi propia cabeza.
—Exactamente —responde, cruzando los brazos. Su sonrisa se desvanece—. Pienso que puede ser un acuerdo muy funcional. Como te dije, se trata de conveniencia, nada más.
—¿Qué tendría que hacer? —pregunto, curiosa, pero con cierta cautela.
—Lo que necesito es sencillo —dice, mirándome directamente a los ojos—. Fingirás ser mi novia por un tiempo. Mi familia verá que estoy en una relación estable, la presión desaparecerá, y finalmente tendré algo de paz. A cambio, recibirás una remuneración más que justa.
—¿Por qué yo? —pregunto, todavía intentando asimilar lo que acaba de decirme—. Es decir… no me conoce de nada.
—Dijiste que estabas dispuesta a hacer lo que sea por conseguir un trabajo —responde, sin un atisbo de duda.
—Sí… pero cuando entré a su oficina, no me refería a esto…