—TAYLOR—
—Firme aquí.
Asiento mientras el abogado de Bastian Ross me guía pacientemente a través del papeleo, señalando cada línea en la que debo poner mi firma. Mi mano tiembla un poco, pero lo hago sin vacilar.
—Y aquí, también necesito su huella —añade, sacando una pequeña almohadilla de tinta que me tiende. Presiono mi pulgar en ella y lo estampo en el documento, dando por terminado el papeleo.
—Felicidades, a partir de hoy mi cliente y usted serán socios —dice el abogado, cerrando la carpeta con una sonrisa.
—Gracias —respondo, y mi voz sale en un suspiro cargado de alivio.
El señor Ross, quien ha permanecido en silencio y observando todo desde su silla como un halcón vigilante, me lanza una mirada y hace un gesto con la barbilla cuando mis ojos finalmente se cruzan con los suyos.
—Acompáñame. Ahora debes firmar tu contrato como secretaria de presidencia —dice, sin ningún atisbo de emoción en su voz. Lo dice como si fuera el paso más lógico en su esquema meticuloso.
—Santo cielo…
Apenas puedo creer que esto está sucediendo. Es un milagro y una locura al mismo tiempo.
Me pongo de pie y lo sigo, como una cachorrita obediente, con los nervios y la felicidad enredándose en mi estómago de una manera que apenas puedo controlar.
Estoy tan emocionada que las lágrimas quieren asomarse, pero las contengo. No es el momento de derrumbarme, aunque sea de felicidad.
Entramos al ascensor, y se siente raro estar a solas con él. Me alivia que no tenga ni idea de que soy la misma persona que arruinó sus caros zapatos de diseñador. Es curioso, porque justo aquí fue donde lo vi por primera vez.
—¿Estás nerviosa? —pregunta de repente, sin siquiera mirarme.
—¿Nerviosa? —repito, tratando de sonar despreocupada—. Solo un poco... Estoy más que acostumbrada a que las cosas no salgan como las planeo, así que, en comparación, esto es... bueno, inesperado.
—Te acostumbrarás —responde, como si fuera la cosa más simple del mundo.
Y de alguna manera, creo que lo dice en serio.
—Eso espero —murmuro.
Le toma solo un par de zancadas llegar al departamento de Recursos Humanos, y aunque me esfuerzo por mantenerme a su altura, me siento cohibida al entrar. Todo el mundo nos mira, o más bien, miran al señor Ross, pero las cejas se elevan cuando me ven detrás de él. No puedo evitar sentirme un poco fuera de lugar.
—Necesito hablar con Diane —dice él, sin rodeos, en cuanto se planta frente a la secretaria con la que hablé hace apenas un rato.
—Claro, señor Ross, en este instante lo comunico —responde ella con una sonrisa que no le había visto antes, como si de repente se hubiera vuelto la persona más amable del mundo.
Qué diferencia comparado con el desdén con el que me atendió cuando intenté hablar con alguien aquí antes.
Al momento, una mujer sofisticada, de mediana edad, sale de la oficina. Sus ojos se agrandan al ver al dueño de la compañía en el lugar.
—Señor Ross, buenas tardes. Justo iba a ir a su oficina para informarle que ya he encontrado a un par de candidatos para el puesto de asistente. Son jóvenes muy capacitados.
—Olvida eso, quiero que la contrates a ella —dice, señalándome con el pulgar por encima del hombro.
Tomo eso como mi señal para salir de mi escondite detrás de él y esbozo una sonrisa tímida.
La expresión de la secretaria cambia en un abrir y cerrar de ojos, y la confusión en el rostro de Diane, la encargada de Recursos Humanos, es simplemente épica.
No se esperaban eso.
—Pero... pero, ¿no me dijo esta mañana que ya no quería que contratara secretarias para usted? —pregunta confundida, lanzándome una mirada de sospecha—. Además, ¿quién es la señorita? No ha hecho ninguna entrevista.
—La entrevisté yo mismo —responde Bastian, con un tono firme que no deja lugar a dudas—, y quiero que firme su contrato de inmediato, gracias.
Ella se queda con la boca abierta, a punto de decir algo, pero mi nuevo jefe se da la vuelta y se dirige a mí.
—Mañana debes llegar a las siete en punto —ordena.
Asiento, tratando de mantener la compostura, pero la emoción me traiciona.
—Estaré aquí a las cinco —le digo, demasiado emocionada como para esconder la sonrisa que se extiende por mi rostro. La vida finalmente ha dejado de ser una perra conmigo.
Él frunce el ceño, como si no comprendiera mi entusiasmo.
—No es necesario... solo quiero que estés en tu escritorio a las siete en punto, eso es todo.
Asiento nuevamente, esta vez con un poco más de autocontrol.
Lo veo marcharse, y tanto la directora de Recursos Humanos como su secretaria lo siguen con la mirada, perplejas. Cuando me giro, noto que todo el departamento me está observando, como si acabara de hacer un truco de magia o fuera algún tipo de fenómeno de circo. Sus expresiones van desde el asombro hasta la sospecha, y de inmediato me siento incómoda bajo el peso de todas esas miradas.