—BASTIAN—
Sentado en el sofá de espera, llevo más de una hora revisando correos mientras mi nueva secretaria, y futura novia falsa, sigue probándose ropa al otro lado de la tienda.
Definitivamente, esto no es lo mío.
Nunca he acompañado a una mujer a comprar ropa, y la paciencia no es precisamente mi fuerte en situaciones como esta.
En un par de horas tengo un almuerzo con uno de mis clientes más importantes. Está planeando abrir un nuevo centro comercial en el oeste de la ciudad y quiere que nos encarguemos de sus sistemas de seguridad.
El tipo es complicado, al menos para mí. No quiere tratar con ninguno de nuestros vendedores; insiste en que solo yo puedo responder a sus preguntas y aclarar sus dudas. Ninguno de mis mejores intentos de socialización parece funcionar con él, y es frustrante.
¿Ser amable y cordial? Claro, puedo hacerlo. Incluso sonreír y soltar alguna risa cuando la situación lo requiere, sobre todo con clientes que intentan ser graciosos. Lo hago siempre, aunque no me salga naturalmente. Pero este hombre… es distinto.
Nunca lo he visto sonreír. No importa cuánto me esfuerce o el tiempo que le dedique, parece que nada es suficiente para satisfacerlo.
Es como intentar ganarse la confianza de una roca.
He intentado de todo: ser directo, mostrar interés en su día, incluso anticipar sus objeciones. Pero siempre hay un 'pero', siempre una queja. Critica nuestros precios y la cobertura como si fueran exagerados, cuando en realidad son más que justos considerando la calidad del servicio que ofrecemos.
Es por este tipo de situaciones que prefiero lidiar con desafíos técnicos detrás de una computadora, porque con las personas… es un terreno que no controlo. No soy bueno interpretando emociones.
¿Qué necesitan? ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Cómo se supone que lo sepa si no lo dicen de manera clara?
—Señor, ¿cuántos atuendos considera llevar? —pregunta Penélope, la encargada de la tienda, interrumpiendo mis pensamientos. Su tono es educado, pero percibo cierta incomodidad en su pregunta.
Levanto la vista de mi teléfono y la observo.
—¿Cuántos quiere llevar ella? —inquiero.
—Bueno… —Penélope parece dudar por un segundo—. Le gustaron muchas prendas, pero cuando vio las etiquetas con los precios, decidió que solo llevará dos o tres prendas.
Echo la cabeza hacia atrás, y no puedo evitar bufar.
¿De verdad está hablando en serio?
Guardo mi teléfono y, con un simple gesto de la mano, dejo claro que seré yo quien pague por la ropa, así que las decisiones también las tomo yo, porque de otro modo, nos quedaremos aquí toda la mañana intentando convencerla de que necesita esa ropa por muy cara que le parezca.
—No le pregunte nada más —digo, cortando cualquier posibilidad de discusión—. Traiga todos los conjuntos y zapatos que considere apropiados y que a ella le hayan gustado. Fin del asunto.
Penélope asiente de inmediato, esbozando una sonrisa profesional.
—Por supuesto, señor Ross.
Un par de minutos más tarde, ella aparece con una considerable pila de ropa y un par de cajas de calzado en brazos. La señorita Wade, claramente incómoda, parece estar haciendo todo lo posible por convencer a su asesora de que no necesita todo eso.
—Como usted lo dijo, los zapatos negros combinan con todo —intenta negociar con una risa nerviosa—. Solo necesito una falda y dos blusas, no hay que exagerar…
La encargada, imperturbable, coloca cuidadosamente las prendas sobre el mostrador, preparándose para escanear cada una con calma. Mi terca secretaria, por su parte, echa una rápida mirada a las etiquetas de precio, como si cada cifra la golpeara un poco más fuerte. Puedo ver cómo respira hondo, intentando mantener la compostura mientras el estrés la va consumiendo.
Desde mi lugar en el sofá, me recuesto un poco y niego con la cabeza. La señorita Wade me mira, claramente avergonzada, y en voz baja dice:
—Cuando me depositen el dinero, se lo pagaré.
Suelto un suspiro y me pongo de pie. Camino hacia Penélope, que me espera con calma al lado del mostrador. Sin decir una palabra, saco mi tarjeta de crédito y se la entrego. Ella asiente en silencio y, sin perder tiempo, comienza a registrar la compra.
—No te estoy pidiendo que me lo pagues —respondo.
—Lo sé… —dice, junto con un suspiro—. Pero aquí hay al menos tres mil dólares en ropa, es demasiado.
—Quizás lo sea para usted, pero para mí no, así que deje de preocuparse por lo que hago con mi dinero. Por algo es mío, ¿no cree? —digo con tono firme.
Ella me lanza una mirada de resignación, y se queda en silencio mientras Penélope pasa una a una las prendas por la caja, sin apuro.
Cuando finalmente salimos de la tienda, ambos cargados con varias bolsas, la señorita Wade me sigue en silencio, caminando un par de pasos detrás de mí. No puedo evitar notar lo incómoda que parece, aunque trata de disimularlo.
Es tan obvio que incluso yo puedo verlo.