Mi jefe es mi amigo secreto

Capítulo dos: "Plan B: Villancicos"

La directora frotó el rostro de lucero con una crema helada. 

—Directora, lamento lo que pasó.

—Descuida. La insolación de Allan al menos nos dará oportunidad de rehacer los nuevos cronogramas. Lo tiene bien merecido.

—Pero dudo que con esto haya una posibilidad de que te odie menos —comentó Dulce.

—Ya lo sé, ya lo sé —se lamentó Lucero.

—No lo entiendo, ¿qué fue lo que hiciste para que Allan Spencer te odiara tanto? —inquirió Gerard.

—¿No lo sabes? Oh, cierto que tú recién ingresaste en la producción —dijo Dulce.

 —Cuando apenas y se estaba haciendo la preproducción, Lucero se tomó una selfie y la subió a sus redes sociales, pero no notó que había un hombre sacándose los calzones de las nalgas detrás de ella. Ese hombre era Allan.

—No puede ser…, ¡¿tú tomaste esa foto viral?!  ¡Los memes fueron brutales! Hombre, yo también te odiaría a muerte por eso.

—¿Podemos dejar de hablar de mis desgracias por un momento? Necesito ayuda para encontrar el obsequio perfecto o estaré enterrada para navidad. 

—Sino antes —comentó Dulce.

—Tengo un plan B.

—¿Hablas en serio, Lucero? ¡Casi pierdo el trabajo por tu culpa! —le reprochó Víctor.

—Tranquilo, este plan ya no te involucra. A ninguno. Esta noche debo entregarle los lugares que la directora de fotografía y yo escogimos para las nuevas escenas, así que voy a aprovechar.

—¿Aprovechar qué?

Lucero sonrió, maliciosa.

—Villancicos.

—¡Dame tu sonrisa, esta navidad! ¡Todos te traemos mucha felicidad! 

Sonrió al ver a los pequeños niños cantando en la plaza. Se aproximó a ellos y dejó unas monedas en la cesta.

—¡Mele Kalikimaka! —exclamó.

—¡Mele Kalikimaka! —respondieron al unísono.

—¿Son niños del albergue?

—Sí.

—¿Les gustaría ganar un dinero extra esta noche?

—¡Claro! —exclamó una de las niñas. 

—Espera. —Uno de los niños, el más pequeño de todos, se abrió paso entre sus compañeros. La miró de arriba hacia abajo, suspicaz—. ¿Qué nos asegura que no eres una roba órganos? 

—Sí, puede ser. Durante la navidad es cuando la gente necesita más hígados nuevos. Así me dice mi mamá.

Todos los niños asintieron de acuerdo con su compañero. Las personas comenzaron a mirar raro a Lucero. 

—Niños, siempre tan ocurrentes —dijo, sonriendo entre dientes—. Pueden llamar a sus representantes o llevarme al albergue donde se encuentran, puedo conversar con ellos. Soy asistente de dirección de la película que protagoniza Allan Spencer, miren —les mostró la identificación y una foto de todo el grupo donde ella y el actor se encontraban.

—¡Increíble! 

—¡Amo a Allan Spencer!

Lucero sonrió complacida. El niño pequeño fue quien se encargó de buscar a su representante; un hombre en sus cincuenta que atendía el albergue de personas sin hogar desde hace veinte años.  Koa era un hombre sencillo y de buen corazón. Llegaron para la cena. El comedor estaba lleno de personas haciendo filas para comer. Había una sección especial para aquellos con algunas condiciones médicas o discapacidad. Lucero sonrió, melancólica.

Hacía mucho había estado en un lugar así. Casualmente para esas mismas fechas.

 

—¿Viste al nuevo paciente?

Estaba colocando bastones navideños en el arbolito cuando una de sus compañeras entró a la sala de descanso. 

—No tardaré en verlo. Lo atenderé en un rato —respondió.

—Debes ponerte guantes y tapabocas.

—¿Por qué?

—No lo sé, el consejo no dijo nada al respecto, pero no dejaron de lavarse las manos constantemente después de dejarlo en la habitación. No me pagan lo suficiente y mucho menos nos financian el seguro médico. 

Se puso de pie para dirigirse a la cocina a por los guantes y el tapabocas. Le concedió la razón a su compañera. El único motivo por el que trabajaba allí, era para poder pagar su carrera. Además, solamente tenía que encargarse de la limpieza y cuidar de los pacientes. No lo consideraba un trabajo pesado porque disfrutaba atendiéndolos. Más aún en vísperas de navidad. 

A pesar de todo eso, un paciente infectado de quién sabe qué, no solo era un riesgo, también era una enorme responsabilidad para quien ni siquiera sabía inyectar. 

—Esta es su comida. 

Después de cubrirse por completo, se dirigió al cuarto, algo temerosa. Abrió la puerta, encontrándose con una imagen que nunca antes había visto en su vida. 

El muchacho estaba en una silla de ruedas. La maraña de cabello ocultaba su rostro esquelético y su piel estaba, literalmente, pegada a sus huesos. Lucero presionó el plato de comida, conmocionada.

—El encargado ha dicho que es solo por hoy. Mañana lo llevarán a otro albergue —comentó su compañera. 

 Buscó una silla y la puso frente a él para darle de comer. El joven, como un animal salvaje, le arrebató la cuchara con la mano izquierda y comenzó a comer desesperado. Lucero no le dijo nada. Con un estado de desnutrición así, no tenía corazón para decirle que comiera con calma.

Después de la comida se encargaron de bañarlo.  Era tan delgado que temía fracturarle alguna extremidad. 

Lucero salió de aquella habitación con el corazón chiquito. Siempre había compartido con su familia durante los días antes de navidad. Fue un duro golpe de realidad ver a un muchacho tan joven, sin familia y en un lugar donde no había nadie a quien le importara. 

Al llegar a la cocina, una de sus compañeras le tendió un sobre amarillo.

—Es el informe médico del nuevo paciente. Quizá te gustaría leerlo.

Lo primero que leyó fue su nombre.

Caín Makai.

 Tenía antecedentes de drogas, vivió en la calle antes de llegar ahí y tenía VIH.

—VIH —comentó Nancy, la compañera con la que lo había bañado—. Gracias a Dios se marcha mañana. ¡Podríamos morir de no ser precavidas! 




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