Mi jefe, mi esposo y otros desastres

Capitulo:4

Un jefe idiota

A veces, una palabra puede doler más que el silencio.

Savannah había tenido días difíciles, pero ninguno como ese.
Desde que llegó a la oficina, todo parecía ir en su contra.
Documentos mal archivados, llamadas que no paraban, un correo que se perdió entre cientos… y, por supuesto, Adrien Ferrari, mirándola con esa mezcla de frialdad y desdén que la volvía loca.

Él no había dicho mucho esa mañana, pero bastaba con su silencio para llenar toda la sala de tensión.
Savannah respiró hondo, intentando no explotar.
—Buenos días —saludó, intentando sonar profesional.

Adrien levantó la vista lentamente, con ese aire altivo de quien sabe que tiene el control.
—Llegas tres minutos tarde.

—El tráfico, señor Ferrari —respondió ella con una sonrisa tensa—. Pero ya tengo el informe listo.

—Tres minutos —repitió él, como si fueran una ofensa personal—. En mi empresa, los segundos cuentan, señorita Johnson.

Savannah apretó los dientes.
—Tomaré nota —dijo entre dientes, dejando el informe sobre su escritorio.

Él lo tomó sin mirarla, lo revisó por unos segundos y luego lo dejó caer sobre la mesa.
—Incompleto.

—¿Qué? —preguntó ella, incrédula—. Revisé todo tres veces.

—Entonces revísalo una cuarta. —Su tono fue tan seco que dolió más que un grito.

Savannah respiró hondo.
—¿Sabe qué? A veces parece que lo hace a propósito.

Adrien levantó la mirada, finalmente, con una ceja arqueada.
—¿A propósito?

—Sí. No importa lo que haga, siempre encuentra un error. Siempre algo está mal.

Él se acercó, apoyando las manos sobre el escritorio.
—Tal vez si hicieras bien tu trabajo, no tendría que corregirte.

Savannah sintió que se le encendía la sangre.
—No soy perfecta, pero al menos lo intento.

—Intentar no es suficiente aquí —replicó él—. Si no puedes con la presión, siempre puedes irte.

Ella lo miró fijamente, dolida, y sus palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.
—¿Es así como trata a todo el mundo, o solo a mí?

Adrien bajó la mirada, y por un segundo pareció dudar. Pero luego volvió a su tono frío:
—No te creas tan importante, Johnson.

Fue la gota que rebalsó el vaso.
Savannah dio un paso atrás, sintiendo cómo se le formaba un nudo en la garganta.
—Perfecto. Entonces no se preocupe, señor Ferrari —dijo con la voz temblando, pero firme—. No volveré a hacerle perder su valioso tiempo.

Y sin esperar respuesta, salió de la oficina.

En la cafetería, Savannah revolvía su café sin ganas.
A su lado, Emma, su mejor amiga, la miraba con el ceño fruncido.
—No puedo creer lo que me estás diciendo —exclamó—. ¿Te habló así?

—Peor —suspiró Savannah—. Es como si disfrutara humillarme.

—Ese tipo necesita una buena terapia… o un golpe en la cabeza.

Savannah sonrió apenas, pero se le notaba el cansancio.
—Y pensar que acepté este trabajo porque quería aprender.

—Y lo estás haciendo —dijo Emma—. Estás aprendiendo que algunos jefes son idiotas con traje caro.

—Emma… —Savannah bajó la voz—. A veces siento que él no es así todo el tiempo. Hay momentos en los que parece… no sé, diferente.

—Sav, no empieces —interrumpió Emma—. No busques el lado bueno en alguien que no sabe tratarte bien.

Savannah no respondió. Miró por la ventana, en silencio.
Una parte de ella sabía que su amiga tenía razón.
Pero otra parte, más terca, más tonta, quería entender por qué Adrien era así con ella.

En su oficina, Adrien miraba por el ventanal, con las manos en los bolsillos.
Ethan, su mejor amigo y socio en algunos proyectos, lo observaba desde la puerta con una sonrisa burlona.

—Te estás pasando, hermano.

—¿De qué hablas? —preguntó Adrien sin mirarlo.

—De tu secretaria. La pobre chica casi sale corriendo llorando.

Adrien se giró, molesto.
—No necesito que me digas cómo manejar a mis empleados.

—Lo digo porque no pareces manejarte bien a ti mismo —contestó Ethan, alzando una ceja—. Desde que esa chica llegó, estás más irritable.

Adrien lo fulminó con la mirada.
—Ella no tiene nada que ver.

—Claro, claro —dijo Ethan riendo—. Entonces dime, ¿por qué la miras cada vez que pasa por la puerta?

Adrien no respondió.
Solo apretó los puños y volvió la mirada a la ventana.

—No es asunto tuyo.

Ethan sonrió.
—Tienes razón. Pero igual te lo diré: cuidado, Adrien. El odio y la atracción son dos caras de la misma moneda.

Adrien lo ignoró. Pero por dentro, esas palabras lo golpearon más de lo que admitía.

Ese fue el día en que Savannah decidió que odiaría a Adrien Ferrari.
Lo que no sabía era que el odio puede transformarse en algo mucho más peligroso.

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