Orgullo y heridas
A veces el silencio duele más que cualquier palabra.
No dormí nada.
Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba su voz diciendo:
“No te creas tan importante, Johnson.”
No sé qué fue lo que más dolió: si sus palabras o el tono en que las dijo.
Pasé la noche pensando que si volvía a cruzármelo, fingiría que no me afectó.
Iba a ser hielo. Fría. Indiferente.
Esa era la idea… hasta que lo vi.
A las ocho en punto llegué a la oficina.
Adrien ya estaba ahí, impecable como siempre, traje gris oscuro, corbata negra, y esa expresión de “todo el mundo me debe algo”.
—Buenos días, señor Ferrari —dije con la voz más profesional que pude.
Ni siquiera levantó la vista.
—Buenos días.
¿Eso era todo? ¿Después de gritarme la noche anterior y dejarme llorando como una idiota en el baño?
—Le dejé los informes del área de marketing sobre su escritorio —dije, controlando el tono.
—Ya los vi —contestó, sin mirarme.
Silencio.
Conté hasta tres… cinco… diez…
—¿Y le parecieron correctos? —pregunté finalmente.
Él levantó la cabeza despacio, con esa mirada helada.
—Si no lo estuvieran, ya te lo habría dicho.
—Claro, porque usted siempre tiene tiempo para hablar con los simples mortales —dije entre dientes.
—¿Perdón? —alzó una ceja.
—Nada, señor Ferrari. Solo comentaba lo eficiente que es —respondí con una sonrisa falsa.
—Perfecto. Entonces no pierdas tiempo hablando.
Respiré hondo.
“Tranquila, Savannah. No vale la pena.”
Pero sí valía.
—¿Sabe qué? —me crucé de brazos—. Podría intentar ser un poco más amable. No cuesta tanto.
—Tienes razón —dijo con calma—. Pero tampoco me pagan por eso.
Quise lanzarle el tazón del café a la cabeza.
En ese momento entró Ethan, sonriente como siempre.
—Buenos días, jefecito. Buenos días, hermosa Johnson.
—Ethan —gruñó Adrien.
—¿Qué? ¿Otra vez te tragaste un limón? —bromeó, apoyándose en mi escritorio—. ¿Qué le hiciste, Savannah?
—Yo nada. Solo existo —contesté con una sonrisa irónica.
—Ah, eso explica todo. —Ethan me guiñó un ojo—. A Ferrari le molesta la gente que respira con demasiada actitud.
—Ethan —repitió Adrien, con la mandíbula tensa.
—Vale, vale, me callo. Pero antes: viernes, evento con los socios. —Se giró hacia mí—. Y la señorita Johnson tiene que ir.
Casi se me cae el café.
—¿Perdón?
—No —dijo Adrien al mismo tiempo.
—Sí —replicó Ethan.
—No.
—Sí —repitió, divertido—. Es un evento formal, Adrien, necesitas acompañante. Y nadie mejor que tu asistente.
—No necesito acompañante.
—Sí, necesitas alguien que te diga cuándo dejas de parecer un robot —dije sin pensar.
Ethan se rió a carcajadas.
Adrien me miró con esos ojos grises que daban miedo.
—Si vas, intenta no hablar.
—Tranquilo, no pienso hacerlo. No quiero que confundan mi voz con una opinión —le contesté con una sonrisa cortante.
Ethan tosió para disimular la risa.
—Me encanta este dúo —murmuró.
—Fuera de mi oficina —ordenó Adrien.
—Encantado —dijo Ethan—, pero recuerda, viernes, ocho en punto. —Y antes de salir, me susurró—: Ponte algo que lo haga sufrir.
Casi me río.
Casi.
Al mediodía salí con Emma. Ella siempre sabía cómo levantarme el ánimo.
Nos sentamos en la cafetería de enfrente, y apenas me vio la cara dijo:
—Dios mío, te pasó un camión encima.
—No un camión. Adrien Ferrari.
—Ay no… —dijo, rodando los ojos—. ¿Qué te dijo esta vez?
Le conté todo. Palabra por palabra.
Emma me escuchó con atención y después se cruzó de brazos.
—Ese hombre necesita terapia. O un abrazo. O los dos.
—Yo voto por un ladrillo —respondí.
—Savannah… —rió—. No puedes dejar que te afecte tanto.
—No me afecta.
—Sí te afecta —me interrumpió—. Porque cada vez que hablas de él te cambia la cara.
—¡No me cambia nada!
—Ajá. —Bebió un sorbo de café—. Mírate, estás roja.
Suspiré.
—Es que… no sé. Hay momentos en los que parece alguien completamente distinto. Tiene una forma de mirarme que…
—Que te derrite —dijo Emma con una sonrisa pícara.
—Que me confunde —corregí rápido—. A veces pienso que quiere que renuncie, y otras, que no sabría qué hacer sin mí.
—Tal vez las dos cosas sean ciertas.
Me reí.
—Qué alentador.
Entonces sonó mi celular.
Era mi hermana Isabella.
“Papá dice que no te olvides del almuerzo del domingo. No inventes excusas, Savannah.”
—¿Problemas familiares? —preguntó Emma.
—Los de siempre. Papá todavía cree que trabajar en una oficina no es un trabajo serio.
—Que venga él a aguantar a Ferrari una semana —dijo Emma, indignada—. Seguro cambia de opinión.
—Le diré eso en el almuerzo —dije riendo.
—Hazlo, y graba su cara —contestó ella, riendo también.
Después de un rato, el tema volvió a Adrien. Siempre terminábamos ahí.
—¿Y si en realidad le gustas? —preguntó Emma, con mirada sospechosa.
—Por favor. Ese hombre no se enamora ni de sí mismo.
—Justamente por eso. Eres un reto.
Rodé los ojos.
—No soy ningún reto. Soy su asistente.
—Asistente con carácter, sarcasmo y piernas bonitas —añadió ella con una sonrisa traviesa.
—Emma… —la miré seria, pero terminé riendo.
Por un instante, olvidé todo.
Hasta que lo vi cruzar la calle desde la ventana del café.
Adrien.
Camisa blanca, mangas arremangadas, el sol reflejándose en su reloj.
—Oh no… —murmuré.
—¿Qué pasa? —preguntó Emma.
—Está viniendo hacia acá.
—¿Quién?
—Mi jefe. —Me incliné sobre la mesa—. ¡No mires!
Obviamente, Emma miró.
—Guau. No me extraña que estés así.
—¡Emma!
Adrien entró, saludó con un leve gesto, y pidió un café.
Su mirada se cruzó con la mía por un segundo. Solo un segundo. Pero bastó para revolverme el estómago.
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Editado: 30.10.2025