Roma, mentiras y un traje demasiado caro
Roma huele a café, a historia… y a problemas con nombre y apellido: Adrien Ferrari.
Aterrizamos con el sol dorando los edificios antiguos y las calles empedradas que parecían sacadas de una postal.
Yo intentaba disfrutar el paisaje desde la ventana del taxi, pero la voz de Adrien, seria y autoritaria, me sacó del trance.
—Deja de mirar por la ventana, Johnson. Tenemos reunión en dos horas.
—Y yo que pensaba que íbamos a disfrutar del viaje.
—Esto es trabajo, no vacaciones.
—Para usted, todo es trabajo.
—Por eso soy tu jefe.
—Y por eso nadie lo soporta.
Silencio.
Ethan, que iba al frente, giró la cabeza.
—Chicos, ¿podrían al menos fingir que se llevan bien antes de llegar al hotel?
—Podríamos —respondí yo.
—No quiero fingir —replicó Adrien.
—Tampoco quería venir contigo —murmuré.
—¿Qué dijiste?
—Nada, jefe.
Él respiró hondo. Yo conté hasta tres para no lanzarle el bolso por la cabeza.
El hotel era enorme, con columnas de mármol, lámparas brillantes y empleados que hablaban con acento italiano tan dulce que me dieron ganas de aprender el idioma en el acto.
La recepcionista sonrió.
—Buongiorno! Bienvenuti al Grand Aurora.
—Buongiorno —contesté, feliz de demostrar que sabía al menos dos palabras.
Adrien entregó los documentos, como si él fuera el protagonista de cada habitación en el mundo.
La chica sonrió demasiado.
—Signor Ferrari, su suite está lista.
Por supuesto.
Suite.
Mientras yo esperaba que dijera algo como “señorita Johnson, su habitación también”.
Pero no.
—Y la señorita Johnson —preguntó Adrien—, ¿está en la misma planta?
—Oh, no, signore —respondió la chica—. Solo había una suite disponible.
Me giré de golpe.
—¿Una?
—Una —repitió Adrien, impasible.
—No pienso dormir en la misma habitación que usted.
—Tranquila, Johnson, tiene dos dormitorios separados.
—Aun así…
—Te aseguro que no pienso seducirte —dijo con ironía.
—Ni en tus sueños.
—No subestimes mis sueños.
Ethan estalló en carcajadas detrás de nosotros.
—Esto va a ser épico.
Subimos al piso 15.
La suite parecía un palacio: ventanales con vista al Coliseo, muebles de madera oscura, flores frescas, y una cama tan grande que podría albergar un país pequeño.
—Yo duermo en el sofá —dije rápidamente.
—No seas ridícula.
—Prefiero ser ridícula que compartir techo con un egocéntrico.
—Entonces serás una ridícula con dolor de espalda.
Le lancé una mirada asesina.
—Si ronca, lo mato.
—Si hablas dormida, te grabo.
—¡Ni se te ocurra!
—Relájate, Johnson. No me interesa tu vida privada.
—Ni a mí la suya.
Pero mentía.
Porque, en el fondo, quería saber por qué era tan frío.
Por qué cada sonrisa suya parecía doler.
Esa noche, me arreglé para la cena con los socios.
Vestido negro sencillo, tacones medios, cabello suelto.
Cuando salí del dormitorio, Adrien ya estaba de pie, revisando su reloj.
Traje oscuro, corbata perfectamente ajustada, mirada de hielo.
Por un segundo, olvidé cómo se respiraba.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada.
—¿Estás segura?
—Sí, solo me sorprende ver que su corbata no está mal puesta.
—Gracias. Tú… luces presentable.
—¿“Presentable”? Qué cumplido tan cálido.
—No exageres.
Ethan apareció, con su sonrisa habitual.
—¿Vamos, tórtolos?
—Ethan —dijo Adrien, amenazante.
—Vale, vale, jefe. Pero si terminan besándose, quiero fotos.
El restaurante era elegante, con candelabros y camareros que hablaban bajito.
Los socios italianos ya estaban allí: tres hombres mayores y una mujer que no apartaba los ojos de Adrien.
—Signor Ferrari! —exclamó uno de ellos, estrechándole la mano—. Finalmente en Roma.
—Un placer, Pietro. Ella es mi asistente, Savannah Johnson.
Me incliné, sonriendo con educación.
—Encantada.
—Ah, la famosa Johnson —dijo Pietro, con tono burlón—. La que todos en la empresa mencionan.
—Espero que sea por cosas buenas —respondí.
Él soltó una risa ronca.
—Depende a quién preguntes.
Miré a Adrien, que frunció el ceño.
Durante la cena, intenté seguir la conversación, pero los italianos hablaban de números, contratos y… indirectas.
Uno de ellos, Massimo, me miraba con una sonrisa demasiado confiada.
—¿Así que trabaja con Ferrari? —preguntó.
—Sí.
—Debe ser difícil, con su temperamento.
—Digamos que… desafiante.
—Si alguna vez quiere cambiar de jefe, mi empresa está abierta.
—Lo tendré en cuenta.
Adrien dejó el cubierto sobre la mesa, despacio.
—Johnson no está buscando trabajo, Massimo.
—Solo hablaba.
—Pues deja de hacerlo —dijo con una calma peligrosa.
Silencio.
Pude sentir la tensión entre ellos.
Yo bajé la mirada, incómoda… pero dentro de mí algo se revolvió.
Adrien me estaba defendiendo.
—Señor Ferrari, no era mi intención ofender —dijo Massimo, levantando las manos.
—Entonces mide tus palabras —replicó Adrien, tajante.
Cuando volvimos al hotel, el aire entre nosotros era distinto.
No hablábamos, pero algo había cambiado.
—No tenía que hacerlo —le dije, finalmente.
—¿Hacer qué?
—Defenderme así.
—No lo hice por ti. Lo hice porque era una cena profesional.
—Claro. —Sonreí con ironía—. Todo por “profesionalismo”.
—Exacto.
—Pues gracias por tu profesionalismo, jefe.
Me giré para entrar al dormitorio, pero su voz me detuvo.
—Savannah.
Lo miré.
Estaba serio, pero su mirada era más suave que nunca.
—No dejes que nadie te haga sentir menos. Ni siquiera yo.
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Editado: 30.10.2025