Mi jefe, mi esposo y otros desastres

Capitulo:9

Rumores y heridas

No hay nada peor que despertarte siendo la comidilla del lugar donde trabajas.
Bueno, sí lo hay: darte cuenta de que él no piensa aclarar nada.

Entré a la oficina con el corazón apretado.
Era como si el aire pesara más que de costumbre.
Las miradas, los susurros, los gestos disimulados… todo me lo confirmaba: algo pasaba.

Camila, la recepcionista, me miró y bajó los ojos rápido.
—Buenos días, Savannah —dijo con una sonrisa nerviosa.

—¿Por qué me saludas como si acabara de salir del infierno?

—No es nada… solo, bueno, hay… comentarios.

—¿Comentarios de qué?

No me respondió, solo se apartó para dejarme pasar.
Y fue Lara, mi compañera de piso, quien me lo dijo al oído:
—Sav, está por todos lados.

—¿Qué cosa?

Ella me mostró su teléfono.
Y ahí estaba.
Una foto borrosa, pero inconfundible: Adrien y yo saliendo del hotel Bellagio la noche del evento.

Titular:
“Romance en la oficina: el CEO Adrien Ferrari conquista a su asistente”.

Mi cuerpo se tensó.
—Esto tiene que ser una broma…

—Ojalá —susurró Lara—, pero ya lo compartieron en tres portales.

Cerré los ojos, respirando hondo.
“Tranquila, Savannah. No grites. No lances nada.”

Hasta que escuché la voz que menos quería oír.

—Buenos días.

Adrien Ferrari acababa de entrar al piso.
Su voz firme, su paso seguro.
Y yo temblando de pura rabia.

Las miradas se multiplicaron.
Algunas con burla, otras con lástima.
Yo sentía que el suelo se me abría bajo los pies.

—¿Podemos hablar? —le dije con los dientes apretados.

—En mi oficina —contestó él, sin mirarme.

Entré tras él y cerré la puerta con fuerza.
Ni siquiera esperé.

—¡¿Qué demonios significa esto, Adrien?!

—No grites.

—¡Toda la empresa cree que soy tu amante!

—Eso no me sorprende.

—¿Perdón?

Se encogió de hombros, con esa maldita calma suya.
—Los rumores son inevitables cuando se trabaja cerca de alguien importante.

—¡No me digas eso! ¡Desmiéntelo!

—¿Y por qué lo haría?

—Porque no es verdad.

—¿Estás segura?

—¡Por supuesto que sí!

—Entonces no tienes nada que demostrar.

Me quedé mirándolo, incrédula.
—¿Eres tan arrogante o solo te gusta verme sufrir?

—No te estoy haciendo nada.

—¡Me estás arruinando la reputación!

—No. La estás dejando que te afecte.

—Eres un monstruo.

—Y tú demasiado emocional para este trabajo.

Me quedé sin aire.
No solo por sus palabras, sino por cómo las dijo.
Con frialdad, con esa distancia que dolía más que cualquier grito.

—¿Sabes qué? —dije finalmente—. No todos tenemos un apellido que nos defienda, Adrien. Algunos tenemos que ganarnos lo que hacemos.

Él se acercó, bajando la voz.
—Y algunos tenemos que demostrar que nada ni nadie nos distrae, Savannah.

—Entonces quédese tranquilo —repliqué—, usted no me distrae. Me enferma.

Salí antes de que pudiera responder.

En la hora de almuerzo, me refugié con Maya, Luca y Clara en la cafetería.
Todas habían leído la noticia.
Y todas parecían no saber si creerme o no.

—Sav, no te lo tomes tan mal —dijo Maya —, al menos la foto es buena.

—¿Buena? —repetí, atónita—. ¡Parece que salgo escapando de un crimen!

Clara rió.
—Bueno, algo de misterio no hace daño.

—Esto no es gracioso.

Luca me miró seria.
—No lo es. Y deberías hablar con él, exigir que lo aclare.

—Lo hice —dije, empujando mi bandeja—. Y se negó.

—¿Se negó?

—Sí. Según él, “no vale la pena”.

—Qué idiota.

—Exacto. Y ahora todos creen que estoy con él por interés.

Maya suspiró.
—O por amor.

—No bromees, Maya .

—No lo hago. Se nota que te afecta demasiado.

—Claro que me afecta. ¡Porque no es verdad!

Pero mi voz se quebró.
Y las tres lo notaron.Luca puso una mano en mi hombro.
—Sav, tranquila. No dejes que te destruyan.

No respondí.
Solo sonreí, fingiendo que podía con todo.

Esa noche, volví a casa de mis padres.
Necesitaba calma.
Pero lo que encontré fue otra tormenta.

Mamá me abrazó apenas me vio.
—Mi niña, estás pálida.

—Solo ha sido un día largo, mamá.

Papá, en cambio, ni se levantó del sillón.
Tenía el teléfono en la mano.
—¿Qué es esto? —preguntó con tono seco.

—Papá, no creas todo lo que ves.

—¿Así que trabajas de asistente de un empresario italiano y ahora apareces en los portales de chismes?

—Fue un malentendido.

—No me parece un malentendido. Me parece una vergüenza.

—¡Papá! —intervino Lucía, mi hermana mayor—, no exageres.

—¿No exagero? —dijo él, levantándose—. ¿Sabes cuántas veces te advertí, Savannah, que ese tipo de trabajos solo traen problemas?

—¡No puedes culparme por algo que no hice!

—Te lo advertí. No quería que fueras la sombra de un hombre con dinero.

—No soy la sombra de nadie.

—Eres su asistente.

—Soy profesional.

—¿Y así llaman ahora a las relaciones “profesionales”? —dijo con sarcasmo, tirando el teléfono sobre la mesa.

Mamá suspiró.
—Charles, basta.

—No, Elizabeth, no basta. Nuestra hija está en boca de todos.

Yo me quedé de pie, con los ojos ardiendo.
Lucía me tomó de la mano, intentando calmarme.
Pero ya no podía más.

—Papá, no tienes idea de cuánto me esfuerzo. No sabes lo que soporto cada día en esa oficina.

—Entonces renuncia.

—¿Y dejar que todos crean que es verdad?

Silencio.
Mi padre me miró sin entender.
Y por primera vez, creo que vio lo mucho que me dolía todo eso.

—No quiero que sufras, hija —dijo, más suave.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.