La foto que lo cambio todo
Hay miradas que pueden matar.
Y la suya… llevaba mi nombre escrito en la bala.
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Tres días.
Tres malditos días desde que todo comenzó.
Desde que la oficina entera me miraba con esa sonrisa falsa y ese murmullo venenoso: “la amante del jefe”.
Adrien Ferrari, mientras tanto, seguía como si nada.
Elegante. Intocable. Silencioso.
Ni una palabra. Ni una aclaración.
Así que decidí hacerlo yo.
No por orgullo.
Sino porque ya no soportaba ese silencio arrogante.
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El restaurante estaba lleno.
Era uno de esos lugares caros donde el aire parece oler a poder y las copas nunca se vacían.
Lo vi sentado junto a la ventana, con una copa de vino y la mirada perdida en la pantalla de su tablet.
Relajado. Intocable.
Hasta que me vio.
Su ceja se arqueó.
—Johnson. Qué sorpresa… ¿te perdiste?
—No, vine a buscarte.
Dejó la copa sobre la mesa, cruzando los brazos.
—Qué valiente. No todos se atreven a interrumpirme a la hora de almuerzo.
—Entonces considéralo un honor.
—O una imprudencia.
—Llámalo como quieras, pero necesito que me escuches.
Él suspiró, sin dejar de observarme.
—¿Qué pasa ahora?
—¿En serio preguntas eso? —me incliné hacia él, con rabia contenida—. ¿Has leído los titulares? ¿Has oído los chismes?
—No leo basura.
—Pues te conviene empezar. Me están llamando “tu nueva conquista”.
Su sonrisa fue tan cínica que quise lanzarle el vaso encima.
—Podría ser peor.
—¿Peor? ¡Toda la empresa cree que duermo contigo!
—¿Y no lo haces? —replicó con ese tono insolente que me hervía la sangre.
—¡Por supuesto que no!
—Entonces deja que hablen. Las palabras no matan.
—Pero destruyen reputaciones.
—Solo si tú lo permites.
Me reí sin humor.
—Claro, fácil para ti decirlo. Tú sigues siendo el jefe, el intocable, el Ferrari. Yo soy la asistente que se “acostó con su jefe” para conseguir un ascenso.
Por un segundo, vi algo en su mirada… algo parecido a culpa. Pero desapareció al instante.
—No pedí que te importara lo que piensen.
—¡Y yo no pedí trabajar con un hombre que cree que puede hacer lo que quiera!
Se inclinó sobre la mesa, acercándose tanto que pude sentir su respiración.
—¿Y si sí puedo?
—Entonces eres peor de lo que pensé.
—¿Peor o más honesto?
—Más repugnante.
Él sonrió, casi divertido.
—Eres la primera que me lo dice en la cara.
—Y me enorgullece.
Una pareja de al lado nos miraba con disimulo.
Un camarero fingía limpiar una mesa para escuchar.
El ambiente era puro veneno.
—Baja la voz, Savannah —dijo Adrien entre dientes.
—No. Esta vez no.
—Estás llamando la atención.
—¡Perfecto! Tal vez así te dignes a aclarar que no hay nada entre nosotros.
—¿Y si lo niego, quién te creerá?
—Todos.
—¿Incluso tú?
Sus palabras me cortaron el aire.
—¿Qué insinúas?
—Que hay momentos en los que me miras como si quisieras odiarme… y otra parte de ti no pudiera.
Me quedé helada.
—No te atrevas.
—Solo digo lo que veo.
—¡Eres un idiota arrogante!
—Y tú una mujer que no sabe cuándo detenerse.
Golpeé la mesa con la mano.
—¡Porque tú no sabes cuándo callarte!
—Tal vez me gusta verte así —murmuró con una media sonrisa— . Roja de ira.
—Eres detestable.
—Y tú fascinante.
Mis mejillas ardieron.
No por halago, sino por rabia.
O eso quise creer.
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Entonces ocurrió.
Un periodista, sentado cerca, se levantó con una sonrisa oportunista.
—Señor Ferrari, ¿es verdad el compromiso?
—¿Qué? —preguntamos los dos al mismo tiempo.
El hombre levantó su cámara.
—Una fuente nos informó que usted y su asistente están comprometidos y que la empresa anunciará la boda pronto. ¿Puede confirmarlo?
—¡Eso es mentira! —exclamé— ¡Completamente falso!
Adrien frunció el ceño, pero no respondió.
—¿Nada que decir, señor Ferrari? —insistió el periodista.
Y fue ese silencio el que lo arruinó todo.
Los flashes comenzaron a estallar.
Las personas empezaron a grabar.
—¡Responde algo! —le exigí entre dientes.
—Si lo niego, alimentará el rumor.
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Editado: 30.10.2025