Lo que calla el orgullo
La mañana empezó tranquila, demasiado tranquila. Sabía que no iba a durar.
Cuando Adrien entró a la oficina, su sola presencia cambió el aire. Traje oscuro, mirada fría, paso firme. Fingí no verlo, pero él sí me vio. Siempre lo hacía.
Durante la reunión semanal, su tono fue distinto. Más cortante, más dominante de lo habitual.
—Hay personas aquí que necesitan entender que un trabajo no se mantiene con emociones —dijo, sin apartar la vista de mí.
Mis dedos se crisparon sobre la carpeta. Todos sabían a quién se refería.
—Si alguien no puede separar lo personal de lo profesional, tal vez este no es su lugar.
Las miradas se movieron de él a mí. El silencio pesaba. Sentí cómo el calor subía por mi pecho, mezclado con la rabia.
—¿Quieres decir algo, señorita Johnson? —preguntó con calma fingida.
Levanté la cabeza despacio, sonriendo con ironía. —No, señor Ferrari. Solo pensaba que debería seguir su propio consejo.
Un murmullo recorrió la sala. Adrien apretó la mandíbula. —Cuidado con lo que dices.
—¿Por qué? ¿Va a gritarme como siempre? ¿O va a proponerme matrimonio otra vez frente a todos?
Un par de empleados soltaron un suspiro contenido. Adrien se tensó, su voz bajó, grave. —Savannah, mi oficina. Ahora.
—No, aquí está bien —dije, levantándome—. Así todos escuchan cómo su jefe cree que puede tratar a las personas como parte de sus juegos de poder.
—No empieces esto aquí.
—Lo empezaste tú, Adrien. Desde que cruzaste mi puerta aquella noche.
Sus ojos brillaron con rabia. —Basta.
—No, no basta. Me humillas, me ignoras, luego te comportas como si te importara. ¿Qué quieres de mí?
Él dio un paso al frente. —Quiero que me escuches sin convertir todo en una guerra.
—¿Y cómo quieres que lo haga? ¿Cuando me hablas como si no valiera nada?
—Nunca dije eso.
—Pero lo haces sentir cada día —susurré, temblando de rabia.
Él apretó los puños. —No sabes lo que dices.
—¿Ah, no? Sé perfectamente lo que digo. Sé que no soporto verte actuar como si todo lo controlaras. Sé que me odias tanto como te odio yo.
Él dio otro paso, tan cerca que apenas había aire entre nosotros. —No te odio, Savannah.
—Sí lo haces.
—No. Lo que siento es peor.
—Entonces dímelo —susurré—. Dime qué sientes.
Él la miró fijo, los ojos ardiendo. —Siento que me estás volviendo loco.
Por un momento, nadie respiró. La tensión era tan densa que podía cortarse con un suspiro.
Yo tragué saliva, sin poder apartar la mirada.
—Pues felicidades, señor Ferrari —dije, rompiendo el silencio—. Está cosechando lo que sembró.
Tomé mis papeles y salí de la sala. Nadie dijo una palabra.
Podía sentir su mirada en mi espalda, ardiendo, siguiéndome hasta el ascensor.
Cuando las puertas se cerraron, recién entonces me di cuenta de que estaba temblando.
De rabia. De miedo.
Y de algo que no quería nombrar.
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Editado: 21.11.2025