La caída del imperio
El teléfono no paraba de sonar.
Adrien caminaba de un lado a otro en su oficina, con la mandíbula tensa, mientras los mensajes se acumulaban en la pantalla.
—Ferrari, ¿qué demonios hiciste?
—Tu asistente te dejó en plena conferencia.
—Esto va a costarte millones.
Golpeó el escritorio con el puño.
Por primera vez, el control se le escapaba de las manos.
—Cállense todos —murmuró para sí, respirando con dificultad.
El reflejo en la ventana le devolvió la imagen de un hombre que no reconocía.
Frío. Roto. Vacío.
Todo lo que había construido se tambaleaba.
Y todo por ella.
Savannah.
Esa mujer que lo desafiaba, que no se arrodillaba ante nada ni nadie.
Esa que, sin quererlo, lo había hecho perder el equilibrio.
La puerta se abrió de golpe.
Era Marco, su hermano mayor.
—¿Qué hiciste, Adrien?
—Nada que no debiera.
—¿Nada? —Marco se cruzó de brazos—. Has hecho que todos los socios cuestionen tu juicio. ¿Sabes lo que dicen? Que perdiste la cabeza por una empleada.
Adrien lo fulminó con la mirada. —No tengo tiempo para chismes.
—Pues deberías. Porque si esto sigue, perderás la empresa.
Adrien apretó los puños. —No pienso perder nada.
—Entonces encuéntrala y arregla este desastre.
—Ya no quiere verme.
—Haz que quiera.
Marco salió, dejando un silencio pesado atrás.
Adrien respiró hondo, y por primera vez en años, no supo qué hacer.
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Mientras tanto, Savannah estaba en el pequeño departamento de su mejor amiga, Emma, con los ojos rojos e hinchados.
—No puedo creer que haya tenido el descaro de hacerlo —dijo Savannah, abrazando una taza de té—. Me usó, Emma. Me usó frente a todo el mundo.
—Es un imbécil —respondió Emma, sentándose junto a ella—. Pero lo peor es que lo sabe.
Savannah soltó una risa amarga. —Y aun así lo haría otra vez.
—¿Por qué no te quedaste y le gritaste en la cara?
—Porque si me quedaba, lloraba. Y no pienso darle ese gusto.
Emma suspiró. —¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Buscar otro trabajo. Desaparecer un tiempo.
—¿Y si te busca?
—No pienso escucharlo.
Pero la voz de Adrien seguía repitiéndose en su cabeza: “Si te vas, destruirás todo lo que construimos.”
¿Qué construimos, Adrien?, pensó con rabia. Tú solo construiste una mentira.
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Dos días después, Savannah salió a comprar algo de comer.
Al pasar frente a una tienda, su mirada se detuvo en una pantalla:
> “Adrien Ferrari rompe el silencio: ‘Nunca quise hacerle daño a nadie.’”
Sintió el estómago encogerse.
Ahí estaba él, en televisión, con su traje perfecto y esa mirada que solía helarle la sangre.
Parecía tranquilo, calculador.
Pero sus ojos… sus ojos decían otra cosa.
Savannah bajó la mirada y siguió caminando.
No iba a caer en su juego otra vez.
Esa noche, sin embargo, recibió un correo sin remitente:
> “No terminaré hasta que me escuches.”
Lo borró.
O al menos lo intentó.
Pero no pudo dormir.
Porque sabía que Adrien Ferrari no era el tipo de hombre que se rendía fácilmente.
Y que cuando ese hombre perdía el control…
era capaz de cualquier cosa.
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Editado: 21.11.2025