Cuando la desesperación se vuelve violencia
No sabía por qué el estómago me dolía más: si por la humillación pública, por la mentira que me habían colgado como un collar de escándalos o por la sensación fría de que, de algún modo, aquello no iba a terminar nunca. Salí de la cafetería sin rumbo, con la cabeza llena de voces: las de los socios, las de los periodistas, la de mi padre, la de Emma diciéndome que me mantuviera firme.
Caminé sin pensar hasta que las luces de la calle se empezaron a difuminar y la ciudad quedó en una mitad de sombras. No quería ir a casa porque sabía que en cuanto me encerrara todo explotaría en llanto o en rabia, y ninguna de las dos cosas me gustaba frente al espejo. Así que seguí caminando, dejando que mis pasos me llevaran donde quisieran.
No la vi venir. Sentí el motor parar, una puerta abrirse; su voz detrás de mí, baja y segura, me hizo girar.
—Savannah.
Se me congeló la sangre. No era el tipo de “aparecer” que uno desea. Era el corte seco entre la calma y la tormenta.
—No quiero hablar —dije sin rodeos.
—Entonces no lo hagas —respondió—. Solo necesito cinco minutos.
—No tienes cinco minutos. No tienes ningún derecho.
—¿Derecho? —se acercó, los pasos medidos, la presencia ocupando el aire—. Tengo razones, Savannah. Razones que no entiendes.
Nunca había visto a Adrien así: arrugado, con una línea roja de presión en la sien, con las manos temblando apenas. Iba vestido igual que siempre, eso no cambiaba, pero algo en él olía a derrota.
—No me importa —murmuré—. ¿Qué no entiendes de “no”?
—Que si te vas ahora, todo se quiebra. —Su voz se quebró en la última palabra—. No puedo permitirlo.
—¿Que se quiebre tu empresa? —escupí—. ¿Que se quiebre tu orgullo? Eso no es mi problema, Adrien.
Me dio un paso más, más cerca. El calor de su cuerpo me rozó sin pedir permiso. Me clavé las uñas en la palma de la mano para no tocarlo. Siempre pensé que el contacto con él sería un arma, y lo era: corta, eléctrica, peligrosa.
—Por favor —dijo como si rezara—. Escúchame ahora.
—No —dije otra vez—. Ya escuché lo suficiente: me humillaste, me usaste, me convertiste en un titular. ¿Y quieres que ahora te crea cuando dices que “es por el bien de la empresa”?
—No es solo la empresa —murmuró—. Es mi vida.
—Pues guarda tu vida y déjame la mía.
Se acercó tanto que pude olerlo: el perfume caro, la madera de su abrigo, la desesperación debajo de todo eso. Su mano llegó a mi brazo, y por un instante pensé que iba a parar. Porque una mano que pide no debe convertirse en una mano que obliga.
Pero no paró. Me llevo sobre su hombro como un saco de papas . Tiró con una determinación que no era profesional, no era pensada; era animal.
—¡Suéltame! —logré gritar
—No hasta que me escuches —dijo, y antes de que el ruido fuera otra cosa, me introdujo en el coche. La puerta se cerró tras nosotros con un golpe. El motor arrancó como si quisiera huir de la noche.
El mundo se redujo a la sensación de la piel de mi antebrazo todavía caliente por la presión de su agarre y al espejo retrovisor donde veía su perfil, tenso, decidido. El coche avanzó y yo empecé a comprender lo que aquello significaba: me estaba secuestrando.
Me golpeó el estómago la realidad de la palabra: secuestro. Me vino la cabeza la lista de posibilidades horribles y, contra mi voluntad, sentí miedo. Pero el miedo venía mezclado con rabia feroz, la rabia de quien ha sido empujado hasta un borde y ahora no piensa retroceder.
—Deja el coche —exigí—. Abre la puerta, y me bajas ahora mismo.
Su mandíbula se apretó. —No.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que te ruegue?
—No quiero que ruegues —dijo—. Quiero que me escuches.
—Te escuché —gruñí—. Y dije no.
—Esto no es un capricho. —Me miró por el rabillo del espejo—. No puedo rendirme.
—Pues te equivocas. —Le di un empujón pero el cinturón me lo impidió y él me sujetó con más fuerza—. Suéltame o te juro que gritaré.
—Grita. Nadie nos oirá aquí.
La carretera era una franja vacía; no había coches cerca ni luces que nos observaran. Sentí que faltaba aire. Respira, me dije. Piensa. Busca una salida que no fuese estúpida. Emma, pensé. Emma, llama a alguien.
Lo miré con desprecio. Él encendió la radio sin sacar la vista del camino, como si el ruido fuera a tapar mi voz.
—¿Qué te pasa? —pregunté, intentando que mi voz no temblara.
—Me pasa que te pierdo —fue la respuesta—. Me pasa que te vi irte y sentí que me arrancaban algo.
—No puedes arrancarme nada que no te pertenezca.
—No estoy pidiendo que me pertenezcas. Estoy pidiendo que no te vayas así.
—¿Así? ¿Con todo tu cinismo? ¿Con mis días convertidos en titulares y mi vida hecha trizas?
—Lo sé —dijo, con la voz más baja de la que le había oído—. Y te lo debo todo.
—¿Debes? —le escupí—. ¿Qué te dio derecho a decidir por mí?
—La oportunidad, el trabajo, la protección —enumeró—. Todo lo que pude ofrecerte lo ofrecí. Después de eso, te pedí que confiaras.
—No pediste, impusiste.
—Eso es porque no sabes todo lo que pasó —murmuró.
—Entonces dímelo ahora. O suéltame.
No dijo nada durante un tramo largo. El reloj del tablero marcaba minutos que se sentían como horas. Cada tanto, yo miraba por la ventana y veía la ciudad detrás de nosotros, las farolas, la gente que volvía a casa sin imaginar que dentro de un coche una mujer estaba siendo llevada a la fuerza por el hombre que odiaba.
—Me llamaron a primera hora —empezó al fin—. Doscientas llamadas en una hora. Los socios, la bolsa, los periodistas. Me decían que era una locura, que había que “asegurar la narrativa” o la compañía podía hundirse. Que nuestros acuerdos con los inversores estaban en riesgo. Que si el rumor se convertía en chisme peligroso, la empresa perdería contratos que tardamos años en conseguir.
#368 en Otros
#24 en Aventura
#28 en Joven Adulto
jefe y empleada, jefe empleada enamorados besos, matrimonio bajo contrato
Editado: 21.11.2025