Mi jefe, mi esposo y otros desastres

Capítulo 22

Bajo su sombra

Cuando Savannah salió de la oficina del abogado, sintió que sus piernas no le respondían del todo. Era como si hubiera cruzado una puerta hacia algo que no tenía reversa.

Adrien Ferrari caminaba delante de ella, paso firme, hombros rectos, como si nada de lo que acababan de discutir lo afectara.

Como si todo fuera exactamente como él había planeado.

Savannah apretó los dientes. Le ardía el orgullo.

Apenas llegaron al ascensor, Adrien presionó el botón sin mirarla. El silencio era tan pesado que la hacía querer gritar. Savannah cruzó los brazos, intentando mantener el control.

El ascensor se abrió, ambos entraron, y cuando las puertas se cerraron, Adrien por fin habló:

—Deja de temblar.

Ella bajó la mirada y murmuró: —No estoy temblando.

—Sí lo estás —respondió él con calma glacial—. Y no te conviene parecer asustada frente a nadie.

—¿No puedo simplemente estar… nerviosa? —preguntó ella, molesta—. Después de todo esto.

—Puedes estar nerviosa —dijo Adrien—, pero no puedes dejar que se te note.

—Pues perdón por no ser perfecta como tú —soltó Savannah, sin pensarlo.

Adrien no la miró. Solo dijo, suave, casi tranquilo: —Nunca dije que fueras perfecta. Pero ahora eres mi futura esposa. Te van a mirar diferente. Te van a juzgar. Tienes que aprender a sostenerte.

Savannah sintió que el pecho se le cerraba. Lo odiaba por su forma de hablar.

Lo odiaba porque tenía razón.

Y lo odiaba más porque parecía no afectarle nada.

Las puertas del ascensor se abrieron. Él salió primero. Ella lo siguió.

Cuando pisaron la calle, la brisa fría le golpeó la cara. Savannah respiró profundo, intentando recuperar el control.

Adrien abrió la puerta del auto para ella. Ella se quedó inmóvil un segundo.

—No necesito que me abras la puerta —le dijo.

—No lo hago por caballerosidad —respondió él—. Lo hago porque quiero que entres de una vez.

Savannah entró y se sentó, sin mirarlo. Él dio la vuelta, se acomodó en su asiento y encendió el auto.

El silencio otra vez. Ese silencio suyo que quemaba.

—¿Y ahora qué? —preguntó Savannah, mirando por la ventana.

—Ahora —dijo él— revisas el contrato esta noche y mañana vienes conmigo a la empresa. Te enseñaré lo necesario para que no cometas errores cuando estés bajo escrutinio público.

—¿Bajo qué? —ella frunció el ceño.

—Scrutinio —repitió él—. Todo el mundo va a querer saber quién eres. Dónde creciste. Qué estudiaste. Qué tan estable eres.

Van a analizar cada gesto tuyo para decidir si eres digna de ser una Ferrari.

Savannah lo miró con frustración.

—No soy un producto, Adrien.

—En este mundo —él giró el volante con elegancia—, todos somos un producto de algo.

Savannah apoyó la cabeza contra el respaldo, agotada.

—¿Y si no quiero que me analicen? ¿Si no quiero esta vida? —preguntó.

Adrien frenó en un semáforo y la miró por primera vez desde que salieron del edificio.

Una mirada profunda, oscura, firme… que la inmovilizó.

—No lo querías —dijo él en voz baja—. Aceptaste. Y cuando aceptas algo conmigo, Savannah, no hay vuelta atrás.

Ella sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

—Yo… yo solo estaba desesperada. Me sentía acorralada. No sabía qué hacer.

—Y tomaste una decisión —contestó él—. Ahora vas a vivir con ella.

Savannah apretó los labios, resistiendo las lágrimas. No iba a llorar frente a él. No otra vez.

—¿Siempre eres así? —susurró—. ¿Frío? ¿Controlador? ¿Incansable?

—No —respondió Adrien, encendiendo el auto de nuevo—. Solo cuando necesito que algo salga bien.

—¿Y yo qué soy en eso? —preguntó ella con un nudo en la garganta.

Adrien estacionó frente a su edificio. Se inclinó ligeramente hacia ella, sin invadirla, pero tan cerca que Savannah sintió el aroma de su perfume, cálido y caro.

—Eres la pieza clave —dijo él sin emoción aparente—. Si fallas tú, falla todo.

Savannah lo miró con rabia.

—No soy tu pieza —susurró.

Él no sonrió, pero hubo algo en sus ojos… algo que la hizo estremecerse.

—Lo serás —respondió— cuando firmes.

Savannah bajó del auto sin darle una palabra más. Cerró la puerta con fuerza.

Adrien no se movió. Solo la observó desde dentro del auto, impasible.

Ella subió a su departamento, respirando como si hubiera corrido una maratón. Una vez adentro, se apoyó en la puerta, temblorosa.

Se odiaba por aceptar.

Se odiaba por sentir miedo.

Y, sobre todo, se odiaba por la parte dentro de ella que no podía dejar de mirar a Adrien… que no podía dejar de sentir su presencia incluso cuando él ya no estaba ahí.

Se acercó a la ventana. El auto seguía abajo.

Adrien no se había ido.

Él la miraba desde el asiento del conductor.

No con enojo.

No con urgencia.

Sino con esa calma inquietante que la hacía sentir atrapada en su propio destino.

Entonces encendió el auto y se marchó.

Pero Savannah supo algo en ese instante:

Adrien Ferrari no estaba retrocediendo.

Él la estaba rodeando, sin prisa, sin ruido.

Y cada paso que daba la acercaba más a un matrimonio que parecía inevitable.




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