¿Recuerdas esa risa? Esa que salía sin permiso, que contagiaba las esquinas y pintaba el aire de sol. ¿Dónde quedó el eco vibrante de tus propias palabras, ahogado en el ruido de tantas voces alrededor?
Yo lo olvidé por un tiempo, confieso, con la vergüenza tibia de quien extravía un tesoro invaluable sin razón. Me convertí en oyente complaciente, en eco de otros ecos, perdiendo la cadencia única de mi propia canción.
Pero un día, en el silencio inesperado de una tarde cualquiera, una pequeña nota familiar comenzó a revolotear. Era un susurro antiguo, casi imperceptible al principio, la melodía dormida que intentaba despertar.
Al principio costó escucharla, estaba llena de telarañas, de miedos añejos y de un polvo denso y tenaz. Pero insistí, con la paciencia de quien busca una joya perdida, y poco a poco, el eco olvidado comenzó a sonar.