¿Le temiste alguna vez al silencio que te rodea, como si fuera un monstruo dispuesto a devorar? Yo también huí de mis propias pausas, llenándolas de ruido, de voces prestadas que no me dejaban respirar.
Pero la soledad, mi niña, no siempre es un castigo. A veces es el abrazo más sincero que te puedes dar. Es en ese espacio íntimo, sin máscaras ni poses, donde tu voz genuina comienza a resonar.
Aprendí a hacer las paces con mis propios vacíos, a encontrar en ellos un refugio para sanar. Descubrí que en la calma reside una fuerza serena, una sabiduría antigua que te invita a escuchar.
Ya no temo a la quietud de las noches estrelladas, ni al susurro del viento que me viene a encontrar. Encontré en mi soledad una aliada poderosa, un espejo sincero que me enseña a amar.