¿Recuerdas esa niña curiosa de ojos brillantes, que se maravillaba con la danza de una hoja al caer? Yo también la silencié bajo capas de responsabilidades, creyendo que la seriedad era la única forma de crecer.
Pero esa niña traviesa nunca se fue del todo, ¿sabes? A veces asomaba en risas espontáneas, en sueños sin plan. Solo necesitaba un rescate suave, una invitación sincera a volver a jugar, a sentir la vida sin tanto afán.
Desempolvé viejos álbumes llenos de sonrisas olvidadas, reconectando con esa esencia libre y sin igual. Permití que la adulta seria se tomara un respiro, y dejé que la niña interior volviera a pintar el mural.
Redescubrí la alegría en las pequeñas cosas, en la lluvia danzando, en el sabor dulce de una fruta recién cortada, sin más. Aprendí que la espontaneidad es un regalo invaluable, y que la niña que fuimos siempre nos puede enseñar a amar.