Catherine estaba allí.
En el baño de mujeres de su trabajo.
Sola.
Con sus pensamientos.
Con el corazón latiéndole como si hubiese corrido un maratón emocional.
Frente al espejo, se miraba con rabia.
Rabia dirigida a sí misma.
—Catherine, hazme el favor… ubícate —murmuró con la voz temblorosa, llena de enojo.
Se señaló con el dedo, como si su reflejo fuera una versión testaruda que necesitaba ser reprendida.
—Él es solo un niño. Y tú… tú eres una maldita vieja.
Las palabras cayeron pesadas, como piedras en el agua.
Dolían. Pero eran reales.
Crudas.
Necesarias.
—Él merece vivir su juventud. Salir con chicas de su edad. Cometer locuras. Romper corazones... no lidiar con alguien como tú.
Se apoyó sobre el lavabo, los brazos temblándole.
Como si todo su cuerpo colapsara bajo el peso de esas verdades.
—Además… —suspiró hondo—. Sé que Greg ya no reina en tu corazón, pero los ecos de lo que vivimos… aún retumban. No te has sanado.
Hizo una pausa. Se miró otra vez.
La mirada le temblaba. El alma también.
—Estás rota, Catherine. Muy rota. Ese chico… merece una mujer entera. Una mujer que pueda darle todo, incluso hijos… No una que no sabe ni cómo amarse a sí misma.
Y entonces, sin poder más, cerró los ojos…
Y lloró.
Porque esa era su verdad.
Su miedo.
Su herida.
Su límite.
—No necesito un chico —murmuró al fin, con una voz tan débil que se sintió ajena.
Pero justo en ese instante…
¡Clac!
Un golpe seco en la frente la hizo abrir los ojos de golpe.
El espejo.
Uno de sus extremos se había despegado de la pared y le había dado un coscorrón directo en la frente.
Milagrosamente, no se rompió.
Catherine se quedó pasmada.
Con la mano sobre la frente, miró el espejo tambaleante.
Luego lo sostuvo con ambas manos, con delicadeza.
—Perfecto… —susurró con sarcasmo—. Claramente el universo me apoya.
Y, con toda la dignidad que le quedaba, intentó acomodarlo en su lugar.
El resto del día no volvió a ver a Johnny.
Y, aunque en parte eso la aliviaba… también la entristecía.
No podía negarlo: le partía el alma rechazarlo.
Cada vez que lo hería,
cada vez que veía esa tristeza en sus ojos…
sentía que algo en ella se rompía también.
Y eso la asustaba.
Porque esa conexión, esa atracción inexplicable… no era normal.
Nunca había sentido algo así.
No con Greg.
No con nadie.
Esa noche, Catherine se durmió pensando en Johnny.
En su risa.
En su torpeza dulce.
En cómo la miraba.
Solo esperaba que fuera algo pasajero.
Una ilusión hormonal.
Una fantasía absurda que se desvanecería tan rápido como había llegado.
***
—¡¡Buenos días!! —exclamó Roxana al otro lado de la puerta, golpeándola con un ritmo que, para ella, era bailable… pero para Catherine, pura tortura.
—¡Dios! ¿Es que no me van a dejar dormir ni en mi día libre? —gruñó Catherine, saliendo de la cama como un oso malhumorado y abriendo la puerta a regañadientes.
Roxana entró como si fuera su casa.
Llevaba el pelo recogido en una trenza mal hecha y una sonrisa demasiado brillante para la hora que era.
—No me culpes —dijo, dejándose caer sobre la cama como una diva de novela—. Tú fuiste la que me dijo que hoy iríamos a vender tu carro. ¿O ya se te olvidó que quieres comprar una camioneta más grande para hacer tu mini casa andante?
Catherine la miró con ojos de “te odio, pero tienes razón”.
Sin decir nada, se dio media vuelta y se metió al baño a regañarse en silencio frente al espejo por haber hablado más de la cuenta.
Sí.
Ese día iba a vender su auto.
La idea de su casa rodante la tenía obsesionada.
Un espacio propio, móvil, donde pudiera dormir sin pagar alojamiento cada noche.
Esa era la meta.
Y también, esa era la razón por la que se había quedado sin dinero tan rápido.
Los moteles, los cafés, los trayectos… todo sumaba.
Y si quería seguir viajando y no volver atrás…
Necesitaba reinventar su forma de sobrevivir.
Catherine se arregló, desayunó con calma y luego salió con Roxana para vender su auto.
Contra todo pronóstico, no fue difícil.
Al parecer, su viejo compañero de carretera estaba en demanda.
Y lo mejor de todo:
obtuvo una muy buena suma por él.
Ya tenía más de la mitad del dinero que necesitaba para comprar la camioneta que tanto quería.
—¡Perfecto! —exclamó el comprador, con una sonrisa orgullosa mientras le daba los últimos toques al papeleo—. A esta belleza le voy a bajar la suspensión, le pondré aros nuevos, unas llantas más finitas, una pintura camaleón… ¡y hasta un diseño tribal en los lados! Esto va a quedar de puta madre.
Catherine solo pudo sonreír fingidamente.
Asintió.
Pero por dentro… estaba al borde del llanto.
“Ay, bebita… ¿a quién te he vendido? Espero que puedas perdonarme algún día”, pensó, con la garganta apretada.
Le había cogido cariño al carro.
Mucho.
Llevaban años juntos.
Nunca le falló.
La había acompañado en silencio durante más de cuatro mil kilómetros.
Su fiel compañera.
Su refugio en la carretera.
La única constante en medio del caos.
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Editado: 12.07.2025