Semanas pasaron.
Y Catherine se enfocó en una sola misión:
Resistir. Negar. Ignorar.
Resistir la atracción.
Negar las emociones.
Ignorar a Johnny.
Y volcar toda su energía, cada centavo y cada hora libre… en su camioneta.
Primero construyó la base de la cama.
Después, los gabinetes y una pequeña cocina.
Por último, una mesita plegable.
Esa mesa no era solo para comer.
Era su futuro escritorio.
Su rincón sagrado.
Ella construía una casa…
pero también se reconstruía a sí misma.
Porque Catherine…
siempre había amado escribir.
Aunque por años lo consideró una pérdida de tiempo.
Un capricho improductivo.
Un lujo que no merecía.
Una idea que no era suya.
Era de su padre.
Sembrada desde que tenía memoria.
Regada con culpa.
Podada con exigencias.
La había convencido de que el valor de una persona estaba en cuánto podía producir.
En cuánto podía sostener.
En cuánta carga podía aguantar… sin romperse.
Él siempre la hizo sentir que debía cargar con el mundo.
Y con él.
Que era responsable de todo.
De su ánimo.
De su comodidad.
De su miseria.
De su vida.
Un mártir autoproclamado.
Que vivía del gobierno y del cheque de pensión de su madre.
Que se vestía de víctima.
Y usaba la lástima como escudo.
La misma historia, siempre.
“El mundo me debe.”
“Todos están en mi contra.”
“La vida es injusta.”
“Yo solo quiero que me ayuden.”
Y lo peor…
ella lo creyó por muchos años.
Ella creyó que eso era amor.
Hasta que conoció a Greg.
Hasta que él le abrió los ojos.
Greg no era como su padre.
No la manipulaba.
No gritaba, ni controlaba.
Él no hería a propósito.
Greg estaba roto.
Como ella.
Pero a diferencia de Catherine…
Greg no quería sanar.
No quería enfrentarse a sus sombras.
No quería cambiar.
Y con el tiempo, eso fue igual de insoportable.
Porque Catherine sí quería más.
Quería sanar.
Reescribirse.
Tener finalmente algo que fuera solo suyo.
Y por eso, ahora, al fin libre…
podía volver a cosas que eran suyas.
Verdaderamente suyas.
Como escribir.
Catherine estaba ahora acomodando todas sus cosas en su nuevo hogar.
Le gustaba la mansión de la manada.
Y el desayuno gratis, aún más.
Pero sabía que, si quería ahorrar, debía cortar gastos.
También quería comenzar a adaptarse a lo que significaría vivir en su camioneta.
Así que decidió mudarse desde ya.
De esa forma, cuando por fin juntara suficiente dinero… podría irse.
Sin dramas. Sin apegos. Sin adiós complicados.
—¿Eso que haces es más interesante que yo?... Mentira, no respondas. Ya sé la respuesta —dijo Johnny con tono dramático, sacándola de sus pensamientos.
Catherine lo miró.
¿Cómo no hacerlo?
Ese chico siempre se hacía notar.
—Hola, Johnny —respondió con voz algo agotada, mientras tendía su cama.
Las puertas traseras de la camioneta estaban abiertas,
y allí estaba él:
con sus ojos brillantes…
mirándola como si fuera una estrella fugaz que tenía miedo de perder.
—Hola, mi hermosa… —dijo él, bajando un poco la voz—. Si hubiera sabido que para esto querías la camioneta… habría buscado la forma de impedir que la compraras.
Él ya lo sabía.
Catherine tenía intenciones de irse.
En cuanto pudiera.
Y eso lo desesperaba.
A estas alturas, tenía la moral por el piso.
Ella no cedía.
No daba señales.
No daba esperanzas.
Y sin embargo…
él sabía que ya lo sentía.
El vínculo.
El cuerpo de ella la delataba.
Pero su boca lo negaba.
Y eso siempre le clavaba hondo.
—Johnny… —dijo Catherine, con un dejo de tristeza—. Nunca llegué aquí con intenciones de quedarme. Solo vine porque… de alguna forma, el destino quería que lo hiciera.
—¿Entonces por qué te empeñas en rechazarme? En rechazar esto que sentimos —preguntó él, recostándose sobre la cama, con la voz cargada de confusión.
Johnny no sabía nada de su pasado.
Y eso lo carcomía.
—Porque tú deberías estar enfocado en disfrutar tu juventud. Esto que sientes por mí es pasajero. Lo verás —dijo Catherine, empujándolo suavemente para cerrar las puertas traseras.
Johnny, sin pensarlo, agarró una de las puertas antes de que se la cerrara en la cara.
La miró.
Con esa mezcla de terquedad y dulzura que solo él dominaba.
Y entonces…
una sonrisa torpe pero sincera apareció en sus labios.
—¿Pasajero? Catherine… lo que siento por ti tiene más duración que un chicle pegado a la suela de un zapato. Y eso, mi vida… es eterno. O al menos, imposible de sacar.
Catherine lo miró.
Con una mezcla de “¿en serio?” y “¿qué carajos estás diciendo?”
Y con una sonrisa breve…
cerró la puerta.
Clac.
Johnny se fue con un suspiro.
El rugido de su moto se alejó…
hasta perderse en la distancia.
Y Catherine se quedó allí.
Inmóvil.
Con el corazón apretado…
escuchando cómo el sonido de la motocicleta desaparecía entre el silencio y el calor de la tarde.
Esa fue la primera noche que Catherine pasó en su nuevo hogar.
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Editado: 12.07.2025