Mi Luna Roja ( Mas Que Simples Mitos )

Prefacio

El caos ha sido mi única constante desde que mis padres murieron. Todo de esos años es borroso en mi cabeza, confuso. Pero, los sueños recurrentes en esas últimas noches son claros, o al menos, lo importante.

El como sus cuerpos caían inertes al suelo con fuerza y sus ojos apagados.

Siempre he pensado: ¿cómo pudo una niña de ocho años predecir una tragedia así?, La respuesta es que no lo hice. Al menos, no de la manera en que cualquiera imaginaría. No tuve una visión profética ni escuché una voz advirtiéndome del peligro. Pero tuve esos sueños... visiones que muchos considerarían pesadillas.

No eran imágenes distorsionadas ni producto de una imaginación infantil demasiado activa. Eran escenas nítidas, detalladas, como si estuviera viendo fragmentos de una realidad paralela. Hombres de ojos color rubí de colmillos afilados, lobos gigantes moviéndose entre las sombras, ojos brillantes observándome desde la oscuridad. Sentía el olor a tierra húmeda, el frío del viento rozándome la piel, el sonido de susurros en lenguas que no comprendía.

Para cualquier otra niña, esos sueños habrían sido solo eso: sueños. Pero yo sentía que eran más que simples invenciones de mi mente. Se sentían demasiado reales.

Y no tardé en descubrir la verdad: lo eran.

La noche en que mis padres murieron, o lo poco que recuerdo de esa noche, comprendí que el destino no había sido escrito con tinta, sino con sangre. No fue un accidente. No fue una simple tragedia.

Fue una masacre.

Enormes lobos que aparecieron de la nada, aquellos que alguna vez mis padres le dieron de comer, se convirtieron en asesinos. Lo que sí recordaba con absoluta claridad, era el olor metálico de la sangre en el aire, los gritos ahogados de mi madre, la expresión de mi padre cuando entendió que no había escapatoria.

No pude hacer nada.

Solo quedarme quieta, paralizada, mientras el mundo que conocía se hacía pedazos frente a mis ojos.

Esa noche marcó el final de mi infancia. No hubo más tardes de juegos, no hubo más risas despreocupadas. Crecí de golpe, obligada a dejar atrás cualquier vestigio de ingenuidad. Aprendí a callar el dolor y a seguir adelante. No porque quisiera, sino porque antes de morir, mis padres me dieron una última orden:

No te rindas.

Pero la vida no es un cuento de hadas, y esa promesa no significó mucho cuando, año tras año, vi cómo el destino me arrebataba a todos los que intentaban acercarse a mí.

En la secundaria conocí a Karen, la única persona que logró atravesar la barrera que había construido entre mí y el mundo. No sé cómo lo hizo. Quizá fue su sonrisa cálida, su forma de hablar como si el silencio no fuera una opción, o el hecho de que nunca se rindió, incluso cuando la ignoré durante semanas.

Me gustaría decir que nuestra amistad duró. Que encontré en ella un refugio, un lugar seguro.

Pero entonces los sueños volvieron.

Esta vez, la vi a ella. Vi su muerte. Vi el dolor que la esperaba.

Al principio, intenté ignorarlo. Me repetí que no pasaría, que solo era mi mente jugándome una mala pasada. Que el futuro no estaba escrito. Pero el miedo se aferró a mí como una sombra persistente.

Y cuando ocurrió —cuando vi su cuerpo sin vida, exactamente como lo había soñado— entendí la verdad.

Si alguien se acercaba a mí, estaba firmando su sentencia de muerte.

O al menos eso entendí con el pasar borroso de los años.

Después de eso, dejé de intentarlo. Construí un muro entre mi mundo y el de los demás. Me volví distante, fría, impenetrable. Si alguien intentaba acercarse, lo alejaba. No me importaba si dolía, no me importaba si me odiaban.

Era mejor así.

Las amenazas funcionaban, aunque también me ganaron enemigos. Algunos lo llevaron demasiado lejos, intentando acabar conmigo. Pero yo no iba a dejar que me derrotaran.

Aprendí a pelear. No tenía un maestro ni un mentor, solo mis propios puños y una determinación inquebrantable. Con videos, con práctica, con errores que me costaron moretones y huesos magullados. Defensa personal, manejo de armas… transformé mi casa en un campo de entrenamiento improvisado.

No podía darme el lujo de ser débil. No otra vez.

Para todos, yo era la chica solitaria de la universidad, la que nunca sonreía, la que siempre tenía una mirada hostil en los ojos. Y estaba bien. Mientras nadie intentara acercarse, nadie saldría lastimado.

Pero había algo más… algo dentro de mí que nunca terminaba de encajar.

A veces, en las noches más silenciosas, cuando todo a mi alrededor se sumía en la oscuridad, escuchaba una voz en mi cabeza. No eran pensamientos dispersos ni la simple divagación de la mente antes de dormir. Era una voz firme, poderosa, como un susurro en lo más profundo de mi ser.

Al principio, creí que era mi subconsciente, el eco de mi propia mente tratando de mantenerme cuerda. Pero con el tiempo, esa voz se volvió más insistente, más real.

A veces mis días eran borrones, eran recuerdos dispersos y lagunas mentales inconclusas. A veces mi cabeza se llenaba de voces, de rostros borrosos, de recuerdos de momentos que no entendía...

Así que... ¿qué soy realmente?, ¿Que eran esas cosas que inundaban mi cabeza realmente?

Nunca tuve respuesta.

Hasta que aparecieron las noticias.

Dentro de tres días, ocurriría un fenómeno raro: la Luna Roja, la luna de sangre, un evento astronómico que solo sucede cada dieciocho años y once días.

Los científicos hablaban de cambios en la atmósfera, de posibles efectos en la naturaleza.

Un escalofrío recorrió mi espalda cuando vi la imagen de la luna teñida de carmesí en la pantalla del televisor. Un presentimiento se aferró a mi pecho con la fuerza de una garra invisible.

Siempre me había gustado ese tipo de cosas. Siempre había sentido fascinación por lo oculto.

Pero esta vez... esta vez no era simple curiosidad.

La sensación era tan intensa que me costaba respirar. Como si algo dentro de mí estuviera despertando, respondiendo a un llamado que ni siquiera entendía.




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