Mi Luna Roja ( Mas Que Simples Mitos )

17

La brisa de la tarde entraba por la ventana entreabierta, haciendo danzar las cortinas con un vaivén lento y acompasado. El sol teñía la habitación con tonos cálidos, reflejándose en la porcelana de la diminuta mesa de té donde Carolina, con sus pequeñas manos, acomodaba una taza frente a su muñeca favorita. Su vestido color lavanda se esparcía a su alrededor, y su cabello recogido en una coleta alta se mecía suavemente con cada movimiento.

Sumida en su juego, la niña tarareaba una melodía sin nombre, sumergida en su mundo de fantasía. La muñeca, con su vestido de encaje y su cabello dorado de hilos de lana, era su más fiel compañera. Como en tantas otras tardes, compartían juntas una charla imaginaria, lejos de cualquier preocupación.

Pero aquella tarde no era como las demás.

La puerta de su habitación se abrió con un suave crujido, y sus padres entraron en silencio. Se quedaron observándola por un instante, como si temieran romper la burbuja de tranquilidad que la envolvía. Carolina levantó la vista y, al verlos, les dedicó una sonrisa radiante.

-¡Hola! -dijo con entusiasmo-. ¿Van a jugar conmigo?

Abrazó con cariño a su muñeca, esperando la respuesta de sus padres, pero su padre negó suavemente con la cabeza. Su sonrisa se desvaneció poco a poco.

-¿Hi-hice algo malo? -su voz se volvió titubeante, con un matiz de inquietud.

Su padre se apresuró a negar con la cabeza y a dar un paso adelante.

-No, claro que no, mi princesa -respondió con suavidad-. Solo queremos hablar contigo sobre aquella mujer.

Carolina ladeó la cabeza con curiosidad. Sus ojos, grandes y brillantes, recorrieron los rostros de sus padres.

-¿Estoy en problemas por hablar con ella? -preguntó en un susurro.

Sus padres intercambiaron una mirada tensa.

-Es que me pareció buena -continuó la niña con voz ansiosa-. Y como estaba dentro de casa, pensé que no había problema con ser su amiga... Ella se veía triste y quise animarla.

Sus pequeños dedos juguetearon nerviosos con el borde de su falda, como cuando trataba de disimular una travesura. Se sentía igual que cuando robaba chocolates de la cocina, desobedeciendo la advertencia de su madre de no comer tantos dulces.

Su madre sonrió con ternura y la atrajo hacia su pecho en un abrazo protector.

-Eres tan linda como siempre, mi amor -susurró, acariciándole el cabello.

Pero su padre aún no parecía convencido.

-¿Hace cuánto hablas con ella? -preguntó, inclinándose para quedar a su altura-. Dime la verdad, por favor. Nunca nos has mentido y espero que esta no sea la primera vez. No me voy a enojar ni te voy a regañar. Confía en nosotros, ¿bien?

Carolina asintió lentamente y se levantó sin decir nada. Caminó hasta su cama y tomó un viejo peluche que había tenido desde que era bebé. Era un conejo de orejas largas y algo desgastadas, con una costura remendada en una de sus patas.

Sus padres la observaron con curiosidad cuando la niña deslizó los dedos por la espalda del peluche, buscando algo. Entonces, con un movimiento preciso, deslizó un pequeño cierre que no debería estar allí.

El sonido del metal al abrirse rompió el silencio.

Sus padres contuvieron el aliento.

Desde el interior del peluche, Carolina sacó un colgante con una piedra en forma de corazón. En cuanto lo sostuvo entre sus manos, un leve resplandor azul emanó de su superficie.

La joya tenía un brillo etéreo, casi hipnótico. Su color azul profundo se veía atrapado entre reflejos iridiscentes que danzaban con la luz. La cadena de acero que lo sostenía era fina y delicada, casi imperceptible, y el borde dorado rosado que enmarcaba la piedra le daba un aire de antigüedad y misticismo.

Pero lo más inquietante era la sensación que emanaba de ella.

No era un simple accesorio. Era algo más. Algo vivo.

Carolina extendió el colgante con ambas manos y lo depositó cuidadosamente en las de su madre.

-Ella me la dio la primera vez que la vi... hace dos semanas -explicó con voz baja-. Me dijo que siempre lo llevara conmigo, que me protegería de las energías oscuras. Pero me advirtió que si ustedes lo veían, me lo quitarían... y entonces quedaría desprotegida del peligro que se acerca.

Sus padres se quedaron en silencio, incapaces de encontrar palabras ante lo que acababan de escuchar.

-No me la van a quitar... ¿cierto? -preguntó Carolina con un hilo de voz, con los ojos empañados por la incertidumbre.

Su padre tomó aire y extendió la mano con cautela.

-Solo la veré un momento...

Pero antes de que pudiera tocarla, un destello de energía azul brotó de la piedra y lo impactó como un relámpago. Un calor abrasador recorrió su mano, obligándolo a soltar un gruñido de dolor y a retroceder.

Carolina ahogó un grito y se llevó ambas manos a la boca.

-¡Lo siento, papi! -exclamó angustiada-. Ella me dijo que nadie más que yo podía tocarla...

Su madre miró a su esposo con preocupación antes de volver la vista hacia la niña.

-¿Quién te dijo eso, Carolina?

La niña bajó la mirada y sostuvo el colgante contra su pecho.

-La perla -susurró-. Si me la pongo y alguien intenta lastimarme, reaccionará y alejará el mal de mí... Eso fue lo que me dijo la ti...

Se interrumpió de golpe. Su boca se cerró de inmediato y su cuerpo se tensó.

Su padre la sujetó suavemente por los hombros, con el ceño fruncido.

-¿Qué ibas a decir, Carolina?

Ella apretó los labios con fuerza, sus ojitos se llenaron de lágrimas y un pequeño sollozo escapó de su garganta.

-P-papi... me lastimas -balbuceó con la voz rota.

El hombre sintió un nudo en la garganta y la soltó de inmediato. Su expresión cambió por completo.

-Perdóname, princesa... -susurró, su voz quebrada-. No quiero que nada malo te pase.

Carolina no respondió. Solo se aferró con más fuerza al colgante y cerró los ojos con fuerza, como si con ello pudiera aferrarse también a la seguridad que aquella joya le otorgaba.




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