Después de la cena, el ambiente en el jardín seguía siendo tan tranquilo como antes, pero yo no podía dejar de pensar en lo que estaba por suceder. Ella había pedido hablar conmigo. Sabía lo que me esperaba, y la incertidumbre y el miedo se apoderaban de mí. No quería que esto sucediera, pero mi corazón me decía que ya no había vuelta atrás. Había pasado alrededor de una hora desde que se fue, y cuando finalmente me decidí a ir al jardín, mi cuerpo se sentía más pesado que nunca.
Al llegar, la vi allí, acostada en el suelo, mirando hacia la luna. No pude evitar notar lo tranquila que parecía por fuera, pero había algo en su postura, en el silencio que la rodeaba, que me decía que por dentro, la tormenta era aún más fuerte.
-Ya... ya estoy aquí- dije en un susurro, como si mis palabras pudieran aliviar un poco la tensión que llenaba el aire. Ella giró su rostro hacia mí y, con una ligera sonrisa triste, me hizo señas para que me sentara junto a ella. Sin dudarlo, lo hice. Me senté a su lado, y el silencio entre nosotros se alargó como una cuerda tensada que amenazaba con romperse en cualquier momento.
Ella se sentó lentamente, como si cada movimiento le costara más de lo que debería. Su mirada estaba perdida en la luna, como si ella también intentara encontrar respuestas en su reflejo. Finalmente, su voz rompió el silencio.
-¿Sabes por qué te pedí que vinieras, cierto?- preguntó, su tono de voz bajo, tembloroso. No podía mirarla a los ojos. Sentía como si todo mi ser se estuviera derrumbando desde adentro. Sabía lo que venía, y aun así, la ansiedad me ahogaba. Solo pude asentir, sin atreverme a decir nada.
-Es para protegerte... de mí...- agregó, y en ese momento, la lágrima que rodó por su mejilla fue como un cuchillo en mi pecho. Cada palabra que salía de su boca me destrozaba más y más.
¿Cómo podía ser tan cruel consigo misma?
¿Por qué pensaba que yo necesitaba protección de ella?
La vi levantarse, y yo hice lo mismo, pero mi cuerpo ya no respondía como antes. Estaba vacío, sin fuerzas, con la mirada gacha, lleno de impotencia. Me sentía incapaz de luchar contra lo que se estaba viniendo, y mi corazón se rompía al escucharla.
Ella comenzó a hablar de nuevo, pero su voz se quebró, y eso me atravesó como un rayo.
-Y-y-yo... yo...- balbuceaba, cada palabra era un esfuerzo, una lucha interna que yo podía sentir desde donde estaba. Su sufrimiento me estaba matando por dentro. No quería escuchar lo que venía, pero no podía apartar la mirada de ella. Mi peor temor estaba tomando forma frente a mis ojos, y era el rechazo de mi luna.
En mi interior, mi lobo se agitaba, golpeando mi pecho con una furia que solo él entendía. No podía soportar verla así, tan rota, tan perdida.
-¡¿Vas a permitirlo?!- rugió mi lobo, su voz llena de molestia, de frustración. El gruñido resonó en mi mente como un eco de rabia.
-Es su decisión- respondí, sin aliento, casi en un susurro, como si las palabras pudieran aliviar la angustia que se apoderaba de mi pecho. Pero sabía que no era así. No podía hacer nada. Ella ya había tomado su decisión. El rechazo estaba en el aire, y yo estaba tan impotente como nunca antes.
-¡Ay, sí, claro! Y yo soy un púdul abandonado-;dijo mi lobo sarcásticamente. Su voz era más fuerte ahora, y la frustración me calaba los huesos. -Estás muriéndote por evitarlo... ¡Haz algo!- me regañó, como si tuviera una respuesta fácil, como si hubiera algo que pudiera hacer para cambiar la situación. Pero no había nada. Solo estaba ahí, esperando el golpe que sabía que venía.
-No... puedo- fue lo único que logré decir. Las palabras salieron rotas, como si ni yo mismo creyera en ellas. El dolor comenzó a invadir mi pecho, como una presión insoportable. Mi corazón latía con fuerza, y el aire se volvía más difícil de respirar. La oscuridad se apoderaba de mis pensamientos.
En ese momento, un dolor intenso, insoportable, me recorrió todo el cuerpo. Fue como si un peso enorme me hubiera caído encima. Caí de rodillas, incapaz de sostenerme. Mis ojos se cerraron por un segundo, y el mundo comenzó a desvanecerse. El dolor era tan real que parecía físico, tan tangible como si fuera parte de mí. Pero lo peor de todo era el vacío que me invadía. La sensación de que todo se estaba escapando, de que estaba perdiendo lo único que me mantenía con vida: ella.
Al levantar la vista, la vi llorando, y una punzada más fuerte me atravesó el pecho. No sabía qué hacer. No podía hacer nada. La oscuridad se extendió a mi alrededor, y cuando la miré por última vez, sentí como si todo estuviera por desmoronarse. Y entonces, me caí en la oscuridad, donde el miedo y la resignación se entrelazaban en un abrazo mortal.
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Editado: 03.06.2025