Hasta ayer pensaba que no había nada peor que un examen de matemáticas. Hoy he descubierto que sí: un examen de matemáticas después de una noche de pesadillas, que ni siquiera recuerda, y de despertar con un tremendo dolor de cabeza y de encías. Tenía la sensación de no haber descansado y encima no había oído el despertador. Llevaba un retraso considerable.
En el baño batí todos mis récords, y eso que me sequé el pelo con secador. Miré con pena mis camisetas de manga corta y mis blusas de verano y me decidí por una camiseta de color blanco que combinaba bien con mis vaqueros. Aunque brillaba el sol, iba a ser un día de otoño fresco, así que cogí la chaqueta. Sin tiempo que perder me cepillé el pelo, castaño oscuro y largo hasta los hombros, y bajé la escalera a toda velocidad. En la cocina embestí a Hyeon, la señora que nos ayuda, y casi la tiro al suelo. Me bebí el té de un trago, apenas eché un vistazo a las magdalenas de chocolate – por as que antes hubiera matado – y salí pitando con el "Pero Haenul..." de fondo.
Esprinté hasta el garaje y llegué con tanto impulso a la escalera que me faltó poco para chocar contra mi Kia azul plateado.
- Buenos días, Haenul – me dijo Kim Namjoon sonriendo desde el asiento del conductor -, ¿te has dormido? ¿Quieres que te lleve en el Hyundai?
Namjoon era el último eslabón de una cadena de pesados que mi tío había puesto a mi servicio. Este gigante y musculoso, al menos así me lo parecía, era el mayordomo, el chófer y mi guardaespaldas. Por suerte tenía mejor humor que los anteriores y no se tomaba mal que no le dejara seguirme día y noche o que no quisiera que me llevara al instituto con el Hyundai negro y cornado, que aparcaba siempre detrás de mi Kia.
Dos meses antes había tenido una fuerte discusión con mi tío sobre el tema. Él se había hecho cargo de mí desde que habían asesinado a mis padres durante un atraco. Mi madre, su hermanastra más joven, siempre había sido su preferida. La quería tanto que incluso le perdonó que se hubiera escapado con un "extranjero cualquiera", como solía llamar a mi padre. Tras su muerte me adoptó y, temeroso de que me pasara algo, me rodeó de niñeras y guardaespaldas hasta que yo no aguanté más. Era mejor no llevarle la contraria a Kim Seok Jin, a no ser que tuvieras tendencias suicidas, pero aquel día, hace más de un año, mi ira había estallado. Al fin y al cabo, no eran sus compañeros de escuela los que lo miraban de reojo, y no era él quien aguantaba las eternas bromitas y quien carecía de amigos. Nunca estaba en casa, viajaba constantemente para ocuparse de sus negocios. Se lo eché todo en cara por teléfono, le grité que me trataba como a una prisionera y que le odiaba y que aprovecharía la primera oportunidad para escaparme de casa. Colgué y no volví a contestar al teléfono. Esa misma noche apareció junto a mi cama. Hablamos durante mucho rato. En realidad entendía su miedo de que me pasara lo mismo que a mi madre, pero conseguí convencerlo. ¿O acaso no llamaba más la atención por ahí rodeada de gorilas que me seguían con descarado disimulo? No llevaba su apellido, sino el de mi madre; ¿quién me iba a relacionar entonces con el empresario multimillonario? Era joven, quería tener amigos y quizá un novio. ¡Quería vivir! Poco antes de que amaneciera se montó en el helicóptero que le esperaba en la parte de atrás de la casa. Por la mañana había un Kia esperándome frente a la puerta para que pudiera ir sola al instituto. Todos mis guardaespaldas se fueron esa misma noche, excepto Namjoon. Por fin empecé a llevar una vida normal. Desde esa noche sólo había visto a mi tío dos o tres veces. El mes pasado se quedó dos semanas enteras en casa, cosa rara, pero ni aun así coincidimos. Se pasaba el día en su despacho, y había días en que no salía ni para comer.
- Gracias, pero prefiero ir sola.
Namjoon me abrió la puerta del coche. Lancé mi cartera al asiento del copiloto – la mitad de mis libros se desparramó por el suelo del vehículo, ¡lo que faltaba! – y salí a toda prisa.
Por lo visto, seguía bajo el influjo de la ley de Murphy: en cuanto me acercaba a un semáforo, éste se ponía en rojo, y donde había un paso de cebra cruzaba una horda de preescolares de dos en dos cogidos de la mano. Para colmo de males, al cambiar de carril no vi a un motorista y me llevé un buen susto. Por suerte no me hizo caso ni caso y siguió a toda velocidad. Tenía la adrenalina por las nubes. Encontré un sitio libre en la otra punta del aparcamiento – cómo no -, metí los libros en la cartera y eché a correr hasta el aula de matemáticas.
Me dejé caer sin aliento en mi silla un instante antes de que llegara la señora Wang Ho. Kim Dahyun me sonrió dándome ánimos. Se sentaba conmigo en clase y era una de las pocas a las que consideraba amiga mía. Conocía mis problemas con las matemáticas mejor que nadie. Antes de que pudiéramos cruzar una palabra, la señora Wang Ho me mandó a otra mesa, ordenó silencio y repartió los exámenes. Durante la siguiente hora me rompí la cabeza con los ejercicios hasta que por fin sonó la campana; entonces respiré tranquila, mi sufrimiento había acabado. Guardé la calculadora y el estuche y salí del aula. Fui a sentarme en uno de los bancos del pasillo, encogí las piernas y las abracé.
- No puede haberte ido tan mal, lo acabaste – me dijo Dahyun -. Lo que estudiamos ayer ha debido de servir para algo.
Se sentó a mi lado y se estiró la falda. Como siempre, iba de colores, pintalabios y un suave delineado de ojos. No me animó en lo más mínimo, cerré los ojos y me quedé en silencio. Si no sacaba por lo menos un seis, tendría que pasarme el verano estudiando. No quería ni pensarlo.
Dahyun se inclinó para ver qué sucedía en las taquillas y no pude evitar sonreir.
- Vaya, vaya, Jennie lo ha conseguido. ¿Cuánto tiempo crees que tardará en devorarlo? – dijo alargando el cuello. - ¿No deberíamos hacer algo para liberarlo de sus garras?