Di un salto del susto, me volví, y mi mirada se cruzó con los ojos de Min Yoongi.
- ¿Qué….qué estás haciendo aquí? – balbuceé.
Me llevé la mano al cuello sin pensar, incitada por un mal recuerdo.
- Deberes – gruñó -; ¿qué se te ha perdido por aquí?
- Yo….esto – balbuceé dando un paso atrás -, ¿vives aquí?
Guardé el spray de autodefensa disimuladamente.
- ¿A ti qué te parece? Claro que vivo aquí.
- ¿Aquí? ¿Solo? – pregunté extrañada. ¿Tenía calefacción, luz y agua corriente?
- Sí, aquí, solo – respondió -; ¿Qué se te ha perdido? Pareces aficionada a entrar en casas ajenas.
Su tono irónico me molestó y acabó con la mala conciencia que tenía.
- Vi la luz y, como pensaba que estaba abandonada – dije -, entré a ver quién andaba por aquí.
- Que tú… - dijo perplejo, y no continuó.
Ver a Min Yoongi boquiabierto era un acontecimiento que iba a recordar durante mucho tiempo.
- ¿Estás loca? – exclamó de repente. - ¡Te podrías haber encontrado con un perturbado! Con uno como el de detrás del teatro. ¿Es que no piensas?
Me quedé paralizada mirándolo, totalmente perpleja. Parecía que se preocupaba por mí.
¡Él! ¡Por mí!
- ¡No estás en tu sano juicio! – continuó furioso.
Respiré hondo.
- Me gusta esta casa – dije lo más tranquila que pude -, a ver si te entra en la cabeza. No quería verla arder porque un par de idiotas celebraban una misa negra, nada más. No me ha pasado nada, no seas fanfarrón. ¿Dónde estabas cuando entré? Podría haberse prendido fuego.
- Te lo diré aunque no sea asunto tuyo; estaba en la azotea comprobando que no hubiera goteras – respondió, y me miró de arriba abajo -. Estás calada.
- Está lloviendo, por si no te has dado cuenta – le informé con sarcasmo.
- ¿Y qué hacías fuera, lloviendo?
- Estaba en el lago cuando empezó la tormenta – dije con falso pesar -, y no me dio tiempo de llegar a casa.
- No me digas que pensabas cruzar el busque… - dijo, y meneó la cabeza -. Está claro que eres una inconsciente. Deja que te traiga una toalla.
Sonrojada, lo vi subir la escalera. ¿Qué le había dado a ése ahora? ¿Y cómo sabía dónde vivía?
Volvió con una toalla, un jersey y un par de vaqueros negros, me lo dio todo y se volvió de espaldas para dejar que me cambiara.
- Cuando acabe de llover te llevo a casa – dijo -. Si te quedan ganas de subirte a la moto, claro.
Me costó reaccionar, pero después de un momento asentí. Su atención me ponía la piel de gallina.
- ¿Hay electricidad? – pregunté mientras me secaba el pelo con la toalla.
- Suele haber – dijo -, pero el jueves durante la tormenta entró agua en la caja de distribución y hubo un cortocircuito. No tendré hasta que venga un técnico, pero como ya sabes, la oscuridad no es un problema para mí.
- ¿Y agua caliente? – proseguí.
- Si lo dices por darte una ducha, olvídalo. ¿Te falta mucho?
Miré por encima del hombro; seguía de espaldas, mirando por la ventana, lo más alejado posible de mí.
- Ya cabo – dije. Me quité la camiseta, me sequé rápidamente y me puse el jersey. – Parece que quieres que me vaya – dije.
- Y lo quiero, cuanto antes mejor – contestó sin dudarlo.
Ese chico no podía ser caballero y agradable a la vez. Me mordí la lengua, me quité los pantalones que llevaba y me puse los suyos; me quedaban largos.
- Pero aún te voy a tener que aguantar un buen rato – dijo -, no parece que vaya a parar de llover. ¿Ya?
Se dio la vuelta y me miró; me dio un escalofrío. Destapó el sillón más cercano al hogar y me indicó que me sentara con un gesto forzado.
- Siéntate – ordenó saliendo de la sala -, ahora vuelvo.
¿Quién se había creído que era? Ofendida por su autoritarismo busqué dónde colgar mi ropa mojada, pero acabé metiéndola en la mochila, rogando que mis libros del instituto no se estropearan por la humedad. Descalza, me puse a mirar por la ventana: seguía lloviendo a cántaros. Un ruido seco me distrajo de mis pensamientos: Yoongi había traído leña y estaba encendiendo el fuego. Nunca lo oía llegar. El fuego se reflejó en su cara, primero furioso, luego constante. Min permaneció frente a él, agachado, con la cabeza baja y los ojos cerrados durante un rato. Cogió un par de troncos más, los echó al hogar y se sacudió las manos. Me miró, bajé la vista y me senté en el sillón con malestar. Él se acomodó en el sofá, lo más lejos posible de mí. Me incliné y acerqué las manos al fuego para no verlo.
- ¿Mejor? – preguntó tras un largo silencio.
- Si – asentí -, gracias.
Gruñó y apartó algo que tenía a su lado; la madera pulida relució a la luz del fuego, era el violín del teatro.
- ¿Lo robaste? – dije sorprendida.
- ¿Crees que alguien lo va a echar de menos? – dijo molesto.
- Si alguien se da cuenta – le advertí ingenua -, tendrás problemas.
- Si eso es todo por lo que tengo que preocuparme… - dijo encogiéndose de hombros -. ¿Quién se va a dar cuenta? A no ser que te chives, claro – continuó despreocupado.
- No diré nada – dije meneando la cabeza.
Acarició la madera reluciente, debía de haberse pasado horas limpiándolo y puliéndolo.
- ¿Por eso fuiste al teatro? ¿Para llevártelo? – pregunté.
- No sólo por eso, tenía el teatro para mí solo, y la acústica es buenísima. No podía resistir la tentación, tenía que ver cómo sonaba de verdad.
- Te gusta tocar, ¿verdad?
- Sí – contestó mirándome de reojo.
- ¿Dónde aprendiste a hacerlo tan bien? – dije.
La conversación banal nunca había sido mi fuerte; él permaneció con los ojos cerrados.
- Mi padre me enseñó – dijo levantando la cabeza y mirándome -. Mi madre decía que el diablo en persona le había regalado el talento estando él en la cuna, y que yo lo había heredado.