En el baño recordé su advertencia de que no fuera allí sola. Dudé un momento sobre si llamarlo y decírselo, pero ¿qué podía pasar? Iban a estar todos mis amigos, además, el local estaba siempre a reventar. Era cierto que no estaba en la mejor zona, pero nunca pasada nada aparte de alguna pelea de borrachos, y, además, los porteros eran muy eficaces.
Encima de que no estaba invitado, no quería preocuparlo por nada.
Me maquillé un poco con rímel, un delicado y fino eyeliner y un poco de color en los labios. Me costó más tiempo elegir qué me iba a poner. Por fin me decidí por unos vaqueros, un top negro con una pequeña flor y encima una blusa abotonada hasta la mitad. Me puse unas botas. Mi chaqueta remataba el conjunto. Metí el monedero en el bolsillo interno de la chaqueta. Esta vez me aseguré de que cogía el móvil y de que estaba cargado. Me despedí de Hyeon y me fui al local. No había pensado que era viernes y tuve que aparcar a tres manzanas en un callejón. Ya era de noche, el cielo estaba cubierto de unas nubes densas que no siquiera dejaban pasar la luz de la luna. Me subí el cuello de la chaqueta para combatir el frío y aceleré el paso. Pasaban coches, y los escasos viandantes con los que me crucé también parecían tener prisa.
El local estaba en un callejón que lindaba con un recinto industrial. Ya desde lejos oí el retumbar de los bajos de la música. Una ráfaga de viento frío hizo rodar una lata de refresco.
Pasé al lado de un edificio abandonado rodeado por una verja llena de agujeros a pesar del cartel que decía “Prohibido pasar”. Me agarré a la verja para evitar pisar un charco tan ancho como la calle, y al alzar la vista, me topé con un hombre. Di un pequeño brinco del susto. Me dijo algo en una lengua que no conocía, pero si recordé su voz. Era el del callejón detrás del teatro, el hombre sobre el cual Yoongi me había advertido. No se si me reconoció, pero si advirtió mi miedo, su sonrisa se volvió aún más arrogante y cruel. Se me acercó como si fuera su presa, seguro de que no me podía escapar. La valla me cortaba el paso.
Me aferré a ella intentando luchar contra el pánico.
- ¿Qué tenemos aquí? – dijo, y su sonrisa se volvió vaga, pero sin perder un ápice de crueldad.
Sus ojos relucían a la tenue luz de las farolas. Eran marrón oscuro con tintes rojos. El corazón se me salía por la boca.
- ¿Qué… qué quiere? Déjeme pasar, me están esperando – intenté decir con serenidad.
Siguió mis movimientos con una gracia que me recordó a Yoongi.
- ¿También está con ellos? – dijo agarrando la valla.
- ¿Quién? – sabía que yo era la del teatro – No sé a quién se refiere.
Casi me muero de asco cuando se me acercó y olió mi cuello con una profunda inspiración.
- Inconfundible, hueles a él – rió tontamente -. Pero todavía no te ha hecho suya, qué poca cabeza – no paraba de sonreír, parecía estar loco – Eres un bocadito delicioso, pequeña. Tendría que haberte compartido conmigo, ahora se va a quedar sin nada.
Me cogió del pelo y me lo estiró, torciéndome el cuello. Gemí de dolor e intenté pegarle, pero él sólo reía, me agarró del brazo y me lo retorció. Tenía que gritar, pero apenas me salía un sollozo oprimido. Apretó mi hueso del brazo, entonces si grité. Desesperada, busqué su cara con mi mano libre y le arañé. Gruñó y me dio un puñetazo en la sien. Caí en el barro, y lo vi retorcerse de dolor. Apenas a un metro de distancia había un agujero en la verja. Oí los gemidos a mis espaldas cuando me escabullí por la abertura y corrí tratando de salvar mi vida. No me atreví a mirar atrás, ni siquiera cuando oí su risa persiguiéndome.
Más de una vez resbalé en el barro y poco faltó para caerme. Cruzaba los charcos que brillaban como aceite a la luz tenue de las farolas. Salpicaban. Tras sortear de un montón de chatarra me arriesgué a mirar por encima del hombro.
Había desaparecido.
Me agazapé en la sombra, detrás de una máquina. Sin aliento.
Observaba las extrañas formas de las sombras de la chatarra. No podía creer que lo hubiera despistado.
Aparte de la música del local, no se oía ni una mosca. Me levanté poco a poco y miré en todas direcciones desde mi escondite. Estaba a un metro de mí, con su sonrisa repugnante; no había oído sus pasos. Volví a emprender la huida, pero me agarró de la chaqueta, grité e intenté soltarme liberándome de las mangas. Se la quedó en las manos, y seguí corriendo.
Oía su risa.
El miedo me hacía avanzar a ciegas, adentrándome cada vez más en el paisaje de chatarra. Aunque no lo oyera o viera, sabía que no estaba lejos. A veces oía un ruido detrás de los esqueletos de hierro tras los que me ocultaba, u oía sus pasos cuando, agachada, cambiaba de escondite. Un par de veces me topé con él y casi caigo en sus manos, pero en el último momento conseguí escapar. Tenía un flato horrible. Apenas podía respirar y la sangre me bombeaba en los oídos. Estaba llena de barro y tenía la ropa rasgadas, se me había enganchado varias veces en trozos de metal. Me ardían las palmas de las manos y sentís como goteaba la sangre. No me respondían las piernas.
Cuando escuchaba su risa, rezaba porque no escuchara mis jadeos. Sabía que no podía escapar de él por mucho que quisiera. Me estaba cazando y se lo estaba pasando en grande.
Poco a poco me había ido dirigiendo hacia el interior del edificio derruido. En lo que había sido un almacén y ahora no eran más que montones de escombros, se me apareció. Intenté escapar, aunque ya no me quedaban fuerzas. Tranquilo me bloqueó el paso. La luz de las farolas era sólo un resplandor lejano.
- Ya hemos jugado suficiente – dijo con una amabilidad repugnante – Es hora de que pasemos a cosas serias.
- No por favor – supliqué retrocediendo.
Su ropa apenas tenía un par de salpicaduras.
Me cogió de la barbilla, tenía la mano fría, y me inclinó la cabeza, descubriéndome el cuello.