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Era un día hermoso... casi perfecto.
Alexander estaba dándole los últimos toques a la habitación de la bebé mientras yo me mecía de adelante hacia atrás en la mecedora.
Todo se veía tan bonito. Las paredes de la habitación eran rosa pálido, y había nubes en un tono blanco bajo que las decoraban. Del cielo raso colgaba un movil de cristales blancos, que cuando la luz del sol irradiaba por la ventana, estas se reflejaban en las paredes.
Alexander estaba bajando de la escalera, y con las manos en la cintura le echó un vistazo a la habitación.
―Creo que eso era lo último que faltaba. ―dijo orgulloso, y procedió a llevarse la escalera de la habitación.
Mi esposo había hecho un gran trabajo, no solo con lo que respectaba a la niña, si no también a mí.
No podía estar más feliz.
Mis manos acariciaban mi vientre, anhelando pronto poderla conocer y compartir junto a su padre momentos inolvidables.
Pero de pronto, un dolor se agudizó en mi estómago.
Parecía una contracción como las otras que ya había experimentado, pero esta había sido dolorosa.
Casi de inmediato, tuve la sensación de que algo no andaba bien.
Me levanté de la mecedora y estaba determinada a salir de la habitación cuando a medio camino me detuvo otra contracción, larga y lacerante.
No pude evitar gruñir.
Alexander entró alarmado, y se acercó velozmente hacia mí.
―¿Qué sucede? ¿Es otra contracción?
Pude asentir a duras penas, ya que el dolor casi no me permitía hablar.
Las piernas me temblaban y sentía que algo cálido se deslizaba por ellas.
Parece que él se percató, porque me observó por unos segundos y luego se apresuró.
Era sangre.
―No te preocupes, te llevaré al hospital.
Todavía faltaban un par de semanas para la fecha aproximada al parto, por lo que no podía entender.
Las contracciones eran exuberantemente fuertes para ese momento.
―Siento mucho dolor. ―logré decirle a mi esposo.
―Todo va a estar bien, amor.
Ya había tomado el bolsito con todo lo que necesitábamos para el día del parto y las llaves del auto.
Con mucho cuidado me sostuvo de la cintura y del brazo para ayudarme a caminar, y de esa manera poder llegar al auto.
Con calma y meticulosidad me ayudó a entrar en el automóvil, y pronto puso el auto en marcha hacia el hospital.
De camino, las contracciones se volvieron desgarradoras, apretaba y arañaba todo lo que tenía a mi alcance.
No estaba consciente del rostro de mi esposo, pero sabía que se había comenzado a preocupar en el momento en que sentí que pisó el acelerador a fondo.
Por suerte, el hospital no estaba tan lejos de donde vivíamos.
En la entrada de emergencias, una enfermera apresurada me llevó en una silla de ruedas. Mi esposo tuvo que dejarme un momento a solas para ir a parquear el auto, ya que solo las ambulancias podían estacionar allí.
Rápidamente otra de sus compañeras me ayudó a ponerme la bata de hospital, y a recostarme en una camilla.
La doctora a cargo tenía mi expediente en sus manos, y justo en ese momento llegó mi esposo.
Todo había pasado tan rápido, que ya tenía puestas las vías intravenosas y las enfermeras corrían de un lado a otro con utensilios médicos.
―Su esposa tiene embarazo de alto riesgo ―mencionó, y lo llevó consigo hacia un lado―, puede... que en el peor de los casos una de las dos no sobreviva.
La doctora esperaba que no escuchara aquello con tanto ajetreo a mi alrededor, pero estaba muy atenta a ella y a mi esposo.
Estaba consciente de que mi embarazo podría presentar complicaciones, así como el parto, pero quería tanto poder tener una bebé.
―Lo menciono porque… hay probabilidad de que deba de tomar una decisión.
El rostro de mi esposo se desfiguró totalmente, estaba pálido y sus ojos se cristalizaron.
―Esperamos que no sea así. ―fue lo último que le mencionó la doctora a él antes de enfocarse en el monitor junto a mi cama.
Mi esposo, con la bata de hospital debidamente vestido, se acercó a mí.
Ya me encontraba respirando con dificultad, lo sabía, y estaba segura de lo que vendría después.
―Aquí estoy, amor. ―Alex se acercó y tomó mi mano con delicadeza, pero tenía tanto dolor, que la apreté fuertemente.
―Alexander, si algo sucede…
―No. ―dijo casi de inmediato, con las lágrimas desbordándose.
―Por favor, salva a nuestra hija.
―No. No. ―Negaba una y otra vez.
Estaba en shock, y lo entendía, cualquiera que fuera el desenlace, perdería a una.
―Escúchame. Tienes que hacerlo. Ella es un pedazo de mí. Tienes que salvarla ―trataba de ayudarlo en tomar una decisión tan difícil―. Vas a ser el mejor padre del mundo.
Con mi otra mano en su nuca lo acerqué a mi rostro y dejé pequeños besos sobre sus labios.
―No puedo hacerlo sin ti. ―Dijo entre lágrimas.
―Claro que puedes. Haz sido el mejor esposo que podría haber deseado y mi mejor amigo. Ella también es parte de ti. No lo olvides.
―No, no quiero perder a ninguna.
Esta vez, habló entre sollozos, con su cara muy roja y ahora sosteniendo mi mano con fuerza.
Podía escuchar a las enfermeras y a la doctora decir que la presión estaba bajando, y que estaba perdiendo mucha sangre.
―Escúchame ―dije con voz débil―. La vas a criar bien, si no sabes cómo hacer algo pregúntale a tu madre o a mi madre ―inhalar ya se estaba volviendo complicado, y mis párpados se estaban empezando a sentir pesados―. Recuerda que no estás solo. Y si algún día te enamoras, sé feliz sin remordimientos o culpas. No te eches a morir por mí. Desde luego quiero que hagas un tiempo de luto ―dije sintiéndome triste, con mi corazón hecho pedazos, pero no podría privarle la felicidad a alguien que tanto amaba―, pero cuando te sientas mejor, cuando creas que ya solo queda un amor nostálgico con un gran aprecio, y puedas seguir con tu vida adelante… Ama. Por favor, ama ―dije entre lágrimas―. Sólo te voy a pedir que sea una buena persona, o que sea mejor que yo, porque no mereces menos.