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Todavía no puedo creer lo que vi ese día. Cuando miré a Alice sosteniendo la mano de alguien mientras bajaba las escaleras, y luego, junto al semáforo, donde solo se encontraba ella y de repente, el paso peatonal había cambiado a luz verde.
Nadie lo tocó, y Alice era demasiado baja en estatura como para alcanzar el botón. Incluso, solo por las dudas, revisé si había alguien del otro lado de la calle esperando a cruzar, pero estaba vacío.
Alguien había ayudado a Alice; alguien que sin duda alguna las cámaras no fueron capaces de captar.
Mi corazón no había palpitado con tanta fuerza desde hacía mucho tiempo.
Estas eran cosas que quería contarle a Alice, pero lo haría cuando estuviera un poco más grande, cuando las aguas se calmaran, ya que por ahora, solo quería asegurarme de su felicidad, en un ambiente seguro y comprensivo.
Mi hija ya se encontraba más relajada y contenta, hasta estaba jugando con el borde de mi camiseta.
―Entonces… ¿Sí me crees? ―preguntó todavía dudosa.
Asentí con firmeza.
―¿Sabes? ―dije poniéndome en pie y tomando su pequeña y delicada mano―, estuve pensando, que sería bueno para ambos volver a casa.
―¿Te refieres al departamento? ―ella parecía confundida y decepcionada.
Decía que desde hacía muchos días no veía a su mami, y la había pillado buscándola y llamándola por todo el lugar, incluso me hacía llevarla al parquecito.
Sabía porqué lo hacía, pero me daba profunda tristeza verla regresar al edificio siempre desilusionada.
Un día, tuve que sentarme con Alice y explicarle que tal vez sería la primera y última vez que la vería. Fue muy difícil para ella comprenderlo y se sentía molesta, y lo entendía completamente. Acababa de conocer a su madre y ya no la volvería a ver jamás.
Recuerdo que lloró por días, pero siempre procuraba que no la viera lloriquear.
Ciertamente era imposible no darse cuenta cuando, ya pasada cierta hora, cuando se suponía debía de estar dormida, abría ligeramente la puerta para ver cómo se encontraba y la observaba agarrando con tanto afán a su pequeño oso de peluche con lágrimas en sus mejillas, o cuando tocaba a su puerta y me decía que podía abrirla, pero se cubría rápidamente con la cobija. Le ofrecía una taza de leche con chocolate caliente y marshmallows como tanto le encantaba, pero se negaba.
Le hacía saber que si cambiaba de opinión podía aguardar por ella, pero volvía a negarse, tratando de no gimotear, así que cerraba la puerta y esperaba en silencio un par de segundos detrás de la misma, cuando de pronto la escuchaba sollozar.
Ella no quería que la viera agobiada, pero como padre no podía sentirme más que frustrado al no saber qué hacer para aliviar el dolor tan grande que llevaba en su pequeño pecho.
Fue entonces que lo reflexioné cuidadosamente y por tanto tiempo.
―No, me refiero a nuestra casa. La casa de tu madre, la mía y la tuya.
Estaba asombrada, tenía los ojos como platos, y dejó de caminar inmediatamente.
―No te lo había dicho, pero cuando murió tu madre, toda la casa y todas las cosas que estaban en ella me la recordaban, y me sentía perdido y muy triste, pensé que si me alejaba, sus recuerdos iban a doler menos ―dije mirándola―. Pero ahora me doy cuenta, de que en realidad tal vez no fue la mejor decisión ―dije con un poco de arrepentimiento―.Y ya sé que hemos hablado mucho sobre lo de ver a tu mami, y no quiero que te emociones pensando que la puedas ver allá, pero si crees que vivir en la casa te hace sentir más cercana a ella, entonces está bien.
Ella me miró sin decir nada, y guardó silencio, estaba pensando.
―Eres tan parecida a tu madre. Guardándote todo para ti misma, especialmente lo que no te hace feliz para no preocuparme. Si no quieres ir, podemos quedarnos en el departamento. ―bromeé.
―¡No! ―se apresuró a decir―. Quiero ir, papi.
Sus mejillas tan tiernas y esos ojos y pestañas tan penetrantes y llenos de vida, solo me habían hecho recordar a mi esposa.
Alice no solo tenía su carácter, si no también que sus pequeñas facciones la hacían lucir como ella.
Es increíble pensar, que después de todo este tiempo, ella cumpliera su promesa de hace cuatro años.
Ella realmente la protegió.
―Papi ―preguntó Alice de repente, mientras retomábamos nuestro camino―, ¿todavía la extrañas?
―Con cada segundo de mi vida.
―¿Y todavía la amas?
―Con cada latido de mi corazón.
Al cabo de los días, nos mudamos a la antigua casa. Todo se encontraba exactamente igual, a diferencia de los muebles que ahora estaban cubiertos por sábanas blancas y empolvadas.
Jamás tuve el valor de venderla, ya que era auténticamente especial e invaluable para mí. De hecho, esperaba que el día que Alice creciera y formara una familia, dársela como herencia, pero a veces las cosas resultan de maneras en las que no planeamos.
De todas formas, este siempre será su hogar.
Mi hermana me visitó durante sus vacaciones, y junto con su esposo me ayudaron con la mudanza y la limpieza de la casa.
Afortunadamente traíamos pocas cosas, ya que el departamento que alquilaba estaba totalmente amueblado.
Por otra parte, Alice estaba más que embelesada con su primito, que recién cumplía los tres meses, y estaba seguro de que sería así siempre, ya que ella no tenía hermanos, mi hermana vivía a unas cuantas cuadras de nuestra casa y el pequeño bebé sería una gran distracción para mi hija.
También iba a estar ocupada haciendo nuevos amigos en la escuela a la que la había transferido, que por suerte, tampoco quedaba muy lejos.
Ya estábamos por terminar cuando escuché a mi hermana susurrar.
―¿Qué pasa, Rachel? ―cuestioné al verla tan ceñida con la colección de mi difunta esposa.
Ya solo hacía falta limpiar eso, por lo que Fill, su esposo, ya se había despedido de nosotros y estaba fuera de la casa, ocupado sentando a su hijo en la silla de seguridad para volver a su hogar.