Mi Manera de Amarte

Capítulo 2 - Maca

"Pienso que cada instante sobrevivido al caminar
Y cada segundo de incertidumbre
Cada momento de no saber
Son la clave exacta de este tejido
Que ando cargando bajo la piel."

Natalia Lafourcade~


Cuenta la leyenda que los cambios siempre son para mejor. Pero lo único que podía sentir desde que pisamos esta nueva ciudad era miedo. Miedo a lo nuevo. Miedo a no encajar en un nuevo círculo social. Miedo a no volver a sentirme como en casa. Miedo.

Los cambios son molestos, vienen a hacer temblar todo eso que costó tanto mantener estable. Y quién dijera lo contrario entonces jamás se había visto obligado a dejar su ciudad natal. Sus amigos de toda la vida y hasta la casa que le había visto crecer.

Tenía ganas de llorar y gritar. Pero yo no hacía eso. Por más disconforme que me sintiera, por más ganas de tirar todo por la borda, jamás le había llevado la contra en algo a papá.

Mi padre era el hombre de mi vida. La persona más buena del planeta y el único que vivía y se desvivía por y para mí. Y por fin, después de muchos años, de mucho tiempo donde solo pensó en mí, comenzaba a vivir. Y este cambio iba de la mano de esa nueva vida.

Papá se quedó solo cuando apenas cumplí los 12 años. Y a día de hoy, después de tanto tiempo, esa herida seguía latente. Pero aunque todavía dolía, poco a poco comenzaba a cicatrizar, algo que jamás pensé sucedería.

Los ojos de papá no habían vuelto a ser los mismos de antes, no desde ese día. Y si este cambio le ayudaba a sentirse más vivo, entonces no me sentía en condiciones de poder emitir ninguna queja al respecto.

Lo amaba demasiado y ante todo, su felicidad era prioridad para lograr sentir la mía.

Suspiré resignada a poder seguir durmiendo y decidí levantarme antes de que el despertador sonara. Apenas iban a dar las 5:30 de la mañana. El sol aún no había salido pero ya íbamos entrando en los primeros días de primavera, eso significaba amaneceres más cálidos, más coloridos y tempraneros.

Llevaba una semana durmiendo en la nueva casa y aún no me acostumbraba a los nuevos olores y ruidos nocturnos característicos de cada sitio y cada ciudad. Eso me mantenía en un insomnio constante del que me estaba siendo difícil salir. Pero esperaba que a partir del lunes que comenzaba mi último año de secundaria en la nueva escuela, mi rutina de sueño volviera a la normalidad.

Los papeles de traslado se habían demorado más de lo previsto en estar listos, hecho que había atrasado mi incorporación. De todos modos agradecí esa maniobra del destino, al menos los cambios habían sido paulatinos y no todos de golpe. De solo pensar en ser "la chica nueva" en un curso ya empezado y siendo el último de una etapa tan importante, la bilis me subía por la garganta.

Miré por la ventana de mi habitación y agradecí las vistas desde allí. Desde donde estaba podía verse el área rural, kilómetros de campo verde y un horizonte desde el cual surgían los más hermosos atardeceres. Ya lo había comprobado con mis propios ojos.

De pronto una idea algo loca se me cruzó por la mente y no pude resistirme a la tentación. Fui donde tenía mi bien más preciado y con cuidado de no hacer demasiado ruido, abrí la pequeña maleta de metal que contenía la cámara de fotos.

Era una cámara antigua, de esas que necesitan un revelado determinado y que no deja ver al instante las tomas capturadas. Pero eso era lo que más me gustaba. En un mundo donde todo ocurre al instante y donde la ansiedad nos gana la carrera todos los días, tener que esperar para ver el resultado final lo hacía todo más especial.

Eso y el saber que era el único recuerdo físico que me quedaba de mamá.

Tomé la cámara entre mis manos y acaricié los bordes de la misma con el pulgar. Era hermosa. Mamá me la regaló poco antes de dejarnos y sabía que tenía un valor profundo para ella también, así que cuidaba de ese artefacto rectangular de color metálico y con algunos detalles en negro, como si mi vida dependiera de ello.

Aunque los días lindos se aproximaban, las mañanas todavía solían ser frescas, detalle no menor que me llevó a tomar una manta de adentro del baúl antiguo que descansaba a los pies de mi cama.

Mi nueva habitación era sencilla. Una amplia cama con cabezal de hierro blanco se encontraba en el centro de la misma. Una cómoda cajonera a la derecha, otro armario un poco más amplio ubicado en la pared del frente y a la izquierda una ventana de dos alas con cortinas blancas a juego con todos los muebles.

Todo lo había heredado de mi abuela paterna, eso hacía que a pesar de ser todo muy antiguo, fuera de un material bueno y resistente. Mamá, que era toda una artista, le había dado el toque personal de haberlos pintado de blanco, que a juego con las manillas de cada uno, le daban un toque más vintage todavía.

Caminé entonces hasta el lado izquierdo de la habitación, luego de cubrirme los pies con unas pantuflas de peluche ideales para mantenerlos calentitos.

Coloqué la correa que sostenía la cámara detrás de mí cuello para dejarla colgando segura y poder usar mis dos manos para abrir la ventana levantando la mitad de la misma hacia arriba. Agradecí que no chirriara como solía hacer la de la antigua casa o mi plan acabaría al instante si papá llegaba a despertarse por los ruidos.

Salí fuera con cuidado, notando al instante como el cambio de temperatura hacía eco en mi cuerpo, erizándome la piel por completo y logrando que me lamente por no haberme cambiado o puesto algún abrigo sobre el pijama. Ya no había tiempo para enmendar errores, el amanecer se haría presente en cualquier momento y no quería perderme detalle.

Tomé asiento sobre el techo de la planta baja de mi nueva casa y con ambas manos libres me cubrí por encima de los hombros con la manta gris aterciopelada de un grosor por demás achuchable que había tomado minutos antes. Al menos así el golpe por el cambio de temperatura no sería tan notorio.




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