Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

EL PESO DEL APELLIDO

Enzo Vittorio Russo D’Arcy se encontraba en su despacho, con una copa de vino entre las manos, mientras contemplaba el retrato de su madre, Helena D’Arcy.

Ya se habían cumplido catorce años de su muerte. Catorce años desde que un infarto silencioso le arrebató la vida... y dejó un hueco imposible de llenar, aunque Enzo nunca lo admitiría en voz alta.

—Me pregunto si alguna vez me amaste de la misma forma en que amabas a tu hijo favorito, Luigi —murmuró con amargura, sin apartar la vista del cuadro.

Siempre había sido más cercano a su padre. Lucas Russo había sido su modelo a seguir, su guía férrea. A menudo le decía que tenía más de los Russo que de los D’Arcy, y Enzo lo creía. Sobre todo cuando veía cómo su madre abrazaba a Luigi con ternura, cómo lo defendía con esa mirada suave que a él jamás le ofreció.

Las palabras de su padre aún resonaban en su mente, como un eco frío en el silencio de la noche:

"Tú eres diferente. Tienes madera para ser un Russo en todo su esplendor. No seas débil como tu hermano… siempre escondiéndose detrás de las faldas de su madre."

Enzo apretó la copa entre los dedos, con un leve temblor. El vino rojo osciló dentro del cristal, como si también recordara.

—Permitiste que mi padre me educara con golpes, gritos y humillaciones. Nunca me defendiste. Siempre tu amor fue para el débil y traidor de Luigi. Jamás preguntaste por mis sueños. Tus felicitaciones eran frías, seguidas de un abrazo vacío... Nunca te interesó quién era yo realmente.

Una pausa.

—Te odio, Helena D’Arcy...

Alzó la copa de vino hacia el retrato, con una expresión endurecida por los años y el resentimiento.

—Salud por tu partida.

Y bebió, dejando que el sabor amargo del vino le quemara la garganta… como si pudiera vengarse, aunque fuera solo por un instante, de una ausencia que nunca fue realmente ausencia, sino indiferencia.

Un golpe en la puerta lo obligó a reaccionar. Dejó la copa sobre su escritorio.

—Pase.

La puerta se abrió, y apareció un joven de mirada intensa y penetrante. Sus ojos, de un azul profundo casi hipnótico, contrastaban con el bronceado natural de su piel. El cabello castaño oscuro, con suaves ondulaciones, caía ligeramente sobre la frente, desordenado con una elegancia calculada, como si cada mechón estuviera estratégicamente ubicado para resaltar su aire rebelde y sofisticado.

Su mandíbula era fuerte y bien definida, decorada por una barba incipiente que le otorgaba un aspecto varonil y maduro, sin perder el atractivo juvenil. Los labios, marcados pero serios, rara vez esbozaban una sonrisa.

Vestía con sencillez y determinación: una chaqueta de cuero negra ajustada a su torso amplio, bajo la cual llevaba una camiseta gris que insinuaba la firmeza de un cuerpo trabajado, aunque sin ostentación. Completaban el conjunto unos jeans negros y zapatillas también negras, sin logos, pero evidentemente de origen italiano. Su presencia imponía. Era el tipo de hombre que no necesitaba hablar para hacerse notar; su postura —recta, segura, desafiante— dejaba claro que nadie se acercaba a él sin una buena razón.

—Hasta que te dignaste a llegar —espetó Enzo, sentándose tras su escritorio de cuero italiano—. Te pedí que vinieras ayer —añadió con frialdad.

—Estuve ocupado en el viñedo.

—¿En el viñedo… o entre las piernas de la ingeniera agrónoma del viñedo?

Leonardo alzó una ceja, sin inmutarse. Caminó hacia el escritorio con calma, dejando que el eco de sus pasos llenara la habitación.

—¿Te preocupa la productividad… o solo estás celoso de que a alguien le guste tocar tierra con pasión?

Se sentó sin esperar invitación, cruzando una pierna sobre la otra con estudiado desdén.

—La ingeniera es eficiente. El viñedo también. Todo funciona… incluso sin tus constantes amenazas.

Enzo lo observó, entornando los ojos, la mandíbula tensa como si estuviera conteniendo el deseo de romper algo.

—Siempre tan gracioso. Un Russo que prefiere cavar surcos a cerrar tratos millonarios. Debí haberlo sabido... Me recuerdas demasiado al idiota de mi hermano.

Leonardo apoyó el codo en el brazo del sillón y se inclinó apenas hacia él.
Un destello de ira atravesó su mirada, pero lo apagó con rapidez.

—Tal vez porque, como él, soy más D’Arcy que Russo.
Y a diferencia de ti... yo no necesito destruirlo todo para sentirme en control.

Un silencio denso cayó entre los dos, como si cada palabra dicha hubiera encendido una mecha demasiado vieja y demasiado cargada de historia.

Enzo se inclinó sobre el escritorio, golpeando la superficie con la palma abierta, haciendo vibrar la copa aún llena.

—No voy a hablar del imbécil de Luigi contigo... —se detuvo por un instante, buscando provocar alguna reacción en Leonardo. Pero al notar que no lo conseguía, prosiguió con frialdad—: Quiero una estimación exacta de la cantidad de uvas que se cosecharán este año.

—¿Para qué? ¿Para despreciarlas otra vez, haciendo ese vino de "baja calidad" que terminas vendiendo en repisas de botillerías o supermercados? —respondió Leonardo, sin una pizca de respeto en su tono.

—¿Es eso lo que te molesta? ¿Que cada año importamos más uvas del extranjero? ¿Que no usamos las del maldito D’Arcy para nuestros vinos de alta gama?

Leonardo no respondió enseguida. Lo miró con esa calma imperturbable que tanto irritaba a Enzo. Pero la chispa en sus ojos lo delataba.

—No me molesta que compres uvas, Enzo. Me molesta que desprecies las raíces que tanto presumes. Que finjas que el prestigio se compra por tonelada y no se cultiva con años de trabajo.

Enzo soltó una carcajada seca, sin humor.

—¿Trabajo? ¿Me hablas de trabajo tú, que te escondes entre los toneles con tierra bajo las uñas como un campesino más?

Se levantó, caminando lentamente hacia él, con los pasos de un depredador al acecho.

—Tú no entiendes de mercado, de poder, de posicionamiento. Hablas de tradición como si esa palabra te perteneciera. Pero no eres más que un técnico con delirios de nobleza. Tus vinos no valen lo que yo pago por una botella de Shiraz de Sudáfrica, o un Malbec de argentina.




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