Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

LO QUE NUNCA FUIMOS

Leonardo revisaba con atención su tablet, deslizando el dedo sobre el diseño del nuevo logo para una colección de vinos que llevaba meses gestando en secreto. No era simplemente una etiqueta más. Era una declaración. Un desafío. Quería sorprender, sí, pero sobre todo, demostrarle a Enzo y a Matteo que las vides del viñedo D’Arcy podían dar origen a algo más que un vino para estanterías de supermercados o botillerías de paso. Quería probar que podían crear una joya enológica, digna de respeto.

La noche anterior había tenido otro enfrentamiento con Enzo. Desde su regreso, los roces entre ellos se multiplicaban, pero esta última discusión había sido diferente. Más profunda. Más personal. Enzo había cruzado una línea al imponerle un matrimonio con una desconocida… o al menos, alguien que apenas lograba recordar. Una sombra del pasado que ahora amenazaba con ocupar un lugar en su futuro.

El silencio de la bodega lo envolvía mientras caminaba entre las barricas. El aroma a roble y fermentación le resultaba familiar, casi reconfortante. Había llegado el momento del embotellado. Lo sabía. Lo sentía en los huesos. Su proyecto, su visión, estaba a punto de tomar forma.

Un trabajador se acercó, interrumpiendo sus pensamientos.

—Buenos días, señor —saludó con respeto.

—Buenos días, Thomas —respondió Leonardo con una leve sonrisa.

A diferencia del resto de los Russo, Leonardo conocía el nombre de cada trabajador del viñedo. Y más aún, los trataba con respeto. Porque para él, la tierra no se cuidaba con órdenes, sino con gratitud.

—¿Qué tal la familia? —añadió.

—Muy bien.

—¿Los niños?

—Están excelentes. Mi esposa planea enviar a nuestra hija al jardín de infantes pronto, y nuestro hijo mayor inicia la primaria este año.

—Me alegro por ti —dijo Leonardo, sonriendo.

Thomas asintió.

Leonardo siguió revisando la tablet, tenía lista la dedicatoria del nuevo vino.

Thomas esperó en silencio mientras Leonardo recorría con la yema de los dedos una de las barricas. Había una pequeña “L” marcada con tiza, discreta pero simbólica.

—¿Es hoy el embotellado de este vino? —preguntó con respeto.

Leonardo asintió, sin quitar la mirada de la madera.

—Sí. Esta fue la primera cosecha que dirigí tras volver al viñedo. La mayoría la descartaba. Decían que esas uvas verdes no servían para un vino serio… solo un dulzón, sin carácter.

Sus dedos tamborilearon suavemente sobre la barrica.

—Pero había algo en ellas —añadió—. Una dulzura diferente. Firme. Como si quisieran decir algo que nadie estaba escuchando.

Thomas lo observaba con atención. Leonardo hablaba del vino como si hablara de personas, o de recuerdos.

—¿Ya tiene nombre, señor?

Leonardo respiró hondo. Sus labios esbozaron una sonrisa serena, casi nostálgica.

—Luce di Helena —respondió.

Thomas parpadeó, reconociendo el nombre de inmediato.

—Por su abuela…

—Sí. No por la matriarca ni la estratega, sino por la mujer que me miraba en silencio desde la ventana, con los ojos más tristes que recuerdo… —Se detuvo un instante—. Quise crear algo que hablara por ella. Algo que brillara por dentro. Como lo hacía ella, cuando nadie la miraba.

Thomas asintió, conmovido.

—Es un hermoso homenaje, señor.

Leonardo acarició el cuello de una de las botellas ya preparadas para ser llenadas.

—No sé si a ella le hubiera gustado este vino… pero sé que lo habría entendido.

Leonardo aún acariciaba el cuello de la botella cuando la puerta de la bodega se abrió de golpe. Una mujer apareció con el rostro armonioso y radiante, aunque fruncido en una expresión de enfado. Su piel, tersa y de tono cálido, llevaba un maquillaje natural que realzaba sus facciones. Tenía los ojos almendrados, oscuros y enmarcados por cejas definidas y pestañas largas. Su cabello, largo y abundante, caía en ondas suaves color castaño oscuro, enmarcando su rostro con un aire casi cinematográfico. Vestía una blusa beige entallada, un pantalón negro ajustado con cinturón, y botas de cuero marrón que resonaban con firmeza sobre el suelo de piedra.

—No solo me dejaste plantada anoche… ¿por qué no pasaste a saludar como sueles hacerlo? —preguntó con voz temblorosa, aunque todavía firme.

Thomas, atento al cambio en el ambiente, captó de inmediato la tensión. Sin decir palabra, hizo un leve gesto de retirada y cerró la puerta tras de sí para dejarles privacidad.

Mía avanzó unos pasos, estirando los brazos como si su cuerpo recordara una costumbre que el presente ya no reconocía. Buscaba el abrazo de antes, el contacto fácil, la cercanía no cuestionada.

—Mía —susurró Leonardo, dando un paso atrás. Su gesto fue sereno, pero desconcertante. Rechazó el abrazo con una calma tan tajante que ella sintió un leve escalofrío.

—Leo… —susurró ella, mirándolo, con el corazón entre los ojos—. ¿Qué te está pasando?

Él no respondió con una sonrisa tierna ni con su acostumbrada indiferencia cariñosa. Su mirada era seria, tal vez incluso distante.

—Nada.

—¿Nada? ¿Por nada no fuiste a verme anoche? ¿Por nada no me saludaste en el invernadero? ¿Por nada ahora me esquivas? —espetó ella, alzando la voz con un temblor contenido.

—Necesitamos hablar —dijo finalmente Leonardo, con voz firme—. Pero no aquí. Ni ahora. Esta tarde, cuando termine con mis deberes.

Mía parpadeó, herida. Leonardo nunca la había rechazado así. Nunca con esa claridad implacable.

—Está bien —musitó, con resignación. Su voz tenía un dejo de tristeza, como quien acepta un adiós antes de que se pronuncie.

Leonardo no añadió nada. Volvió la vista hacia la barrica marcada con la “L”, como si allí pudiera esconder todo lo que no quería decir. Mía se quedó unos segundos más en la puerta, con los brazos caídos a los costados, sintiendo que algo —quizás todo— se había roto entre ellos.

Cuando por fin ella se marchó, el silencio regresó como un viejo fantasma. Leonardo se quedó quieto, pero por dentro, una punzada de culpa le recorrió el pecho. Su historia con Mía no era un cuento de hadas. No hablaban de amor, ni de sueños compartidos, ni de promesas para siempre. Pero después de más de ocho meses, le había tomado cariño. La respetaba por su dedicación al viñedo. Y aunque no la amaba, no quería lastimarla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.