—Señorita Aisha, su padre ha regresado —anunció una voz femenina al otro lado de la puerta.
De pie frente al espejo del baño, la joven soltó un suspiro silencioso.
—Enseguida bajaré a recibirlo —respondió, sin una pizca de emoción en la voz.
Aisha respiró hondo. Había llegado el día inevitable, ese que tantas veces imaginó y temió. ‘Puedes hacerlo’, se repitió en silencio, mientras su reflejo, con una expresión dudosa, le devolvía la mirada desde el espejo.
El día anterior había cumplido veintitrés años. Sabía perfectamente por qué su padre había adelantado su regreso. Se suponía que estaría fuera una semana, pero al parecer no quiso esperar. No esta vez.
Hacía un mes que le había pedido que regresara a casa. Un mes desde que la realidad la golpeó de lleno.
Alisó con cuidado la blusa blanca de botones y se dio una última mirada en el espejo. Su rostro, sereno pero inexpresivo, le devolvió la mirada con la misma calma con que había aprendido a ocultarlo todo.
¿Era lo suficientemente hermosa como para seducir a un hombre al que no veía desde hacía más de diez años?
Sabía que su belleza era armónica y discreta: piel clara, ojos grandes de un verde avellana profundo, enmarcados por pestañas largas y cejas gruesas, naturalmente definidas. Transmitía frescura, una elegancia sin esfuerzo... y una serenidad que rozaba la resignación.
Pero seducir al heredero de los Russo no era su objetivo.
La misión impuesta por su padre era descubrir la verdad. Al menos, eso era lo que él le había dicho. Sin embargo, Aisha no compartía esa sed de justicia, ni ese anhelo ferviente por destapar secretos. Lo único que realmente deseaba era tener una vida, aunque fuera un poco, normal.
En los últimos días había reflexionado mucho, pero no logró llegar a ninguna conclusión clara. Tal vez, si supiera toda la verdad, podría entender mejor su papel en aquella historia. Pero no. Solo conocía lo que su padre consideraba suficiente… o lo que él quería que creyera.
Aisha salió del baño con pasos lentos, pero decididos. El pasillo de madera, pulcro y frío como los silencios de su infancia, la condujo hasta el despacho donde su padre la esperaba. El corazón le latía con fuerza, aunque su rostro no lo delataba. Había sido entrenada para eso.
Empujó la puerta con suavidad. Carl Davis estaba de espaldas, observando el extenso jardín a través del ventanal.
—Papá...
—Hija —respondió él con una sonrisa, dándose la vuelta—. Feliz cumpleaños. Y disculpa por no estar de regreso ayer.
—No te preocupes. Pensé que regresarías pasado mañana —contestó ella con su habitual neutralidad.
Él se volvió entonces. Su expresión, inescrutable, la desconcertó como siempre. La observó de arriba abajo, como quien evalúa una pieza valiosa.
—Ya ves que no. He vuelto antes. ¿No me vas a saludar como corresponde?
La frase la descolocó. Casi nunca se saludaban con besos ni abrazos. Solo lo hacían cuando pasaban largos periodos sin verse, y esta vez habían sido apenas tres días.
—Quiero darte un abrazo. ¿Puedo?
Aisha se sorprendió. No era común que su padre buscara gestos afectivos. Aunque jamás fue violento, su carácter siempre fue frío, contenido. No guardaba recuerdos de caricias ni palabras dulces, aunque él nunca estuvo ausente ni fue un mal padre.
—Por supuesto.
Carl se acercó y, contra todo pronóstico, la envolvió en un abrazo cálido. Luego besó su frente.
—Feliz cumpleaños —añadió con una sinceridad que la dejó sin palabras.
—Gracias... papá.
No supo qué más decir. Su actitud era tan atípica que resultaba desconcertante. Cuando él la apartó suavemente, la miró unos segundos en silencio.
—Tienes los mismos ojos que tu madre. Solo espero que sean imposibles de leer... a diferencia de Diana.
Aisha no respondió. Sabía que la muerte de su madre seguía doliendo. Veintiún años habían pasado desde aquella noche confusa, envuelta en secretos, que lo cambió todo.
—Papá...
—No digas nada —la interrumpió, volviendo a adoptar su tono habitual, frío y autoritario—. Estás lista.
No era una pregunta.
Aisha asintió. No hacían falta más palabras. Había esperado este momento desde los quince años, aunque nunca imaginó que llegaría tan pronto.
—No. Pero supongo que eso no importa —dijo, con una ironía apenas disfrazada.
Su padre siempre le permitió hacer lo que quisiera… excepto en esto. Buscar la verdad, decía él, requería paciencia y el momento adecuado. No habría discusión. No habría objeciones.
—Hemos hablado muchas veces de este momento.
—Sí, pero muchas veces también te has negado a contarme la verdad completa. Solo me das medias verdades —replicó ella con un tono dulce, pero afilado—. Hasta los quince años creí que los Russo eran buenas personas, pero tú destruiste esa idea sin siquiera darme detalles suficientes, más allá de lo que pudo haber pasado con mi madre.
—Lo sé —admitió él, bajando la mirada—. Pero te prometo que, cuando llegue el momento, sabrás todo. Por ahora, solo quiero que escuches con atención.
—¿Entonces estás admitiendo que hay más? —preguntó ella, con la sospecha latiendo en sus palabras. Siempre lo intuyó: su padre nunca le había dicho toda la verdad.
—Sí, pero lo vas a saber poco a poco.
—¿Y no sería más fácil decirme todo ahora, para estar preparada? No quiero que me tomen por sorpresa —insistió Aisha, con un dejo de ansiedad en la voz.
—Aisha, hay verdades que creo que aún no estás preparada para escuchar —dijo Carl, con un tono grave, casi paternal.
Aisha se quedó perpleja, con un escalofrío recorriéndole la espalda.
—¿Es algo oscuro sobre mamá?
Carl desvió la mirada. Guardó silencio unos segundos antes de responder:
—Hagamos esto: después de que conozcas a los Russo, hablamos. ¿Está bien?
Aisha asintió lentamente, aunque en su interior bullían más preguntas que respuestas. No sabía qué pensar. ¿Qué secretos estaban ocultando? ¿Por qué Carl sabría algo sobre los Russo si, hasta donde ella sabía, no tenían ninguna relación cercana?
Editado: 25.09.2025