Al caer la tarde, Aisha estaba lista. El viaje desde Charlottesville a Richmond sería largo.
Se miró al espejo una última vez.
El vestido midi color terracota abrazaba su figura con una delicadeza natural. El escote en V insinuaba sin revelar demasiado, y una faja de satén anudada sobre la cadera caía con gracia, como si conociera de memoria el ritmo de sus pasos. El tejido liviano se movía al compás de su respiración, suave, casi imperceptible.
Complementaba el conjunto con unos botines nude, de tacón fino y punta elegante, sujetos por una delicada correa con hebilla. Todo en ella hablaba de sobriedad, pero también de presencia.
Por un instante, logró olvidarse de los secretos que la aguardaban.
Esa noche, aunque solo fuera por unos momentos, se sentía segura. Y bella.
Su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves sobre los hombros, y el maquillaje, sutil, resaltaba lo justo: los ojos avellana, la curva natural de sus labios. No llevaba joyas ostentosas. Solo una fina cadena con una cruz y unos pequeños pendientes que colgaban discretamente de sus lóbulos.
—Estás preciosa —dijo una voz masculina a su espalda.
Un cumplido. No recordaba la última vez que lo había escuchado de su padre.
—Gracias. Tú también estás muy elegante —respondió con una leve sonrisa.
Carl Davis vestía un traje negro impecable, camisa blanca y corbata azul cielo. Había dejado atrás sus camisetas ajustadas. Su cabello corto, ya salpicado de canas, y la barba bien cuidada le daban un aire sobrio, casi imponente.
—Agarra tu abrigo. Es hora de irnos —anunció con voz grave.
Aisha tomó su bolso y el abrigo. Carl la acompañó hasta el auto. Una vez dentro del Dodge, fue él quien rompió el silencio.
—Estuve pensándolo mejor, y creo que es momento de que sepas un poco más sobre los Russo. No quiero que te tomen por sorpresa.
Aisha asintió en silencio.
Era hora de conocer a la familia que, durante años, creyó benévola. Enzo Russo, el magnate vinícola de raíces italianas, se había casado tres veces y tenía tres hijos: Matteo, Leonardo y Colin.
Habían pasado años desde que decidió alejarse de todo lo que tuviera que ver con ellos. Nunca buscó información, aunque sabía que internet estaba repleto de rumores, chismes y medias verdades.
—Enzo es un lobo disfrazado de cordero —dijo Carl, con los ojos fijos en la carretera—. Puede parecer encantador, pero es alguien a quien temer.
—¿A qué te refieres?
Carl apretó el volante con fuerza, como si las palabras pesaran más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Enzo no solo maneja vino. Maneja personas. Tiene amigos en lugares donde nadie debería tenerlos.
—¿Estás diciendo que tiene conexiones ilegales?
—No lo afirmo. Pero tampoco lo descarto. Y créeme, nada de lo que hace es casual. Ni siquiera este matrimonio. Si lo aceptó, es porque le conviene.
—Es extraño... ¿Qué podría ganar con esto?
—Para él, esto es una forma de enterrar secretos. De mantenernos atados. Un matrimonio es una unión... pero también puede ser un cerrojo.
—¿Sabes más de lo que aparentas?
Carl tardó en responder.
—Tal vez. Pero por ahora dejemos que Enzo crea que somos sus peones.
—¿Y yo? ¿También soy un peón?
Un silencio breve.
—Sí. Y también para Leonardo. A veces me pregunto si los espejos solo nos muestran lo que queremos ver.
Aisha sintió que el vestido, antes liviano, ahora comenzaba a pesarle.
—¿Qué quieres decir?
—Leonardo quiere liderar el negocio familiar. Y está dispuesto a todo para lograrlo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque necesitaba entender sus intenciones contigo. Protegerte, si era necesario. Y porque... todos los Russo son iguales.
—¿Te refieres también a Matteo y Colin?
—Leonardo es ambicioso, pero no creo que sea igual a su padre. Colin es un misterio. Y Matteo... es como su madre: frío, calculador.
Eso no coincidía con los recuerdos que Aisha guardaba.
—¿Y aun así crees que debo seguir con esto?
—No —respondió sin titubear—. Pero ya estás dentro. Y si vas a quedarte, será con los ojos bien abiertos. Nadie más va a cuidarte en esa casa.
—¿Qué le falta a Matteo para convertirse en sucesor? —preguntó, con genuina curiosidad.
—Quizás Enzo prefiere verlos competir. En su mundo, solo los fuertes sobreviven.
—¿Lo has investigado bien?
—No necesito hacerlo. Tu madre me mostró suficiente.
El nombre de su madre bastó para que todo cambiara de tono.
—¿De verdad crees que Enzo tuvo algo que ver con su muerte?
—No lo sé… pero me cuesta creer que no notara las barricas contaminadas. Tu madre era demasiado brillante para cometer un error así. Todo fue raro… especialmente lo de la bacteria.
—¿Y si fue una negligencia médica?
—Eso es lo que vamos a averiguar.
—¿Dónde estaban esas barricas?
—En la cava secundaria. Enzo mandó cerrarla días después de la muerte de Diana.
El silencio se instaló como una niebla espesa.
—Tengo miedo —confesó ella en voz baja.
—Lo sé. Pero también sé que tu voluntad de descubrir la verdad es más fuerte que tu miedo.
Aisha asintió. La silueta de la ciudad comenzaba a perfilarse en el horizonte.
No quiso decirle que, en el fondo, no deseaba hacerlo. No quería decepcionarlo.
Y con ella, comenzaba una nueva etapa.
Una que ya no se sentía tan dorada.
Apoyó la cabeza en la ventana y cerró los ojos.
Lo primero que vino a su mente fue Leonardo.
El niño que alguna vez la defendió…
¿Había cambiado tanto?
¿O solo fue una ilusión?
Mientras tanto, Leonardo ya se encontraba en la mansión Russo.
—Supongo que vas a quedarte —dijo Enzo con una sonrisa irónica, al ver el bolso que su hijo dejaba junto al sofá.
—Lamentablemente, sí —respondió Leonardo, sin molestarse en disimular el fastidio.
—¿Qué traes ahí? —señaló con la barbilla la funda que llevaba colgada al hombro.
Editado: 25.09.2025