—Exacto, pensé que no te acordabas de mí. Has crecido… bastante —dijo él, recorriéndola con la mirada sin pudor, pero sin caer en la vulgaridad. Se apoyó casualmente contra el respaldo del sofá, cruzando los brazos—. Recuerdo cuando solías esconderte debajo del viejo roble de la escuela.
—Tiempos más simples —respondió Aisha, cruzando los brazos a su vez y ladeando la cabeza con una media sonrisa irónica—. Cuando todavía se podía confiar en los adultos.
Leonardo arqueó una ceja, sorprendido por la agudeza de su respuesta. Dio un paso hacia ella, reduciendo la distancia sin invadirla.
—Vaya, realmente has cambiado. Antes eras bastante tímida… y algo más redonda —musitó con un tono que pretendía ser burlón, pero que escondía cierta nostalgia.
—Y tú eras un niño amable —replicó Aisha, desviando la mirada por un instante, como buscando en sus recuerdos—. Aunque yo tenía ocho años, y tú ¿catorce?
—Creo que sí. Coincidimos solo un corto tiempo en la escuela —dijo Leonardo, encogiéndose ligeramente de hombros mientras mantenía la mirada fija en ella.
Aisha recordó la última vez que lo vio. Una mujer rubia, hermosa, había venido a buscarlo. Ella creyó que era su madre.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, bajando la voz y mirando al suelo, más para sí misma que para él.
—No lo sé... Trece o catorce años, tal vez —respondió él con un suspiro leve, como si el tiempo fuera un peso.
—Recuerdo que ni siquiera te despediste de mí cuando te fuiste —añadió, sin ocultar el reproche. Sus dedos apretaron levemente el borde de su abrigo.
—¿Por qué lo haría? Nunca fuiste mi amiga —respondió él con voz fría y sin emoción, evitando que sus ojos se suavizaran.
El comentario dolió más de lo que Aisha estaba dispuesta a admitir. Lo poco que compartieron en la infancia había significado mucho para ella. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Yo te consideraba mi amigo. Creía que eras un niño bueno… pero parece que me equivoqué. Realmente eres…
—Espero que no hayas venido a esta casa con espinas, Aisha —la interrumpió Leonardo con un gesto serio y una mirada penetrante—. Aquí, las flores deben aprender a sobrevivir en silencio.
—Las flores que sobreviven en silencio… terminan marchitándose —replicó ella, erguida, con la mandíbula tensa, pero la voz firme, ocultando la furia que ardía bajo la calma.
Un silencio tenso cayó entre ambos. Apenas se estaban conociendo, pero Aisha comprendió dos cosas: Leonardo no era un hombre fácil de descifrar… y ella no estaba dispuesta a dejar que él llevara la delantera.
—Esperen un momento, este reencuentro no puede ser tan tenso —intervino Enzo con una sonrisa—. Aisha, no sé si conoces a Matteo.
Un hombre de un poco más de 30 años se acercó con paso firme.
Matteo Russo tenía la clase de belleza que inquietaba más que seducía. De estatura alta y complexión atlética, se movía con una seguridad contenida que dejaba claro que cada uno de sus pasos era calculado. Su cabello oscuro, ondulado y largo hasta rozarle la nuca, caía como una declaración de libertad, mientras que su barba, siempre perfectamente recortada, enmarcaba un rostro de facciones firmes y varoniles, los mismos rasgos que Enzo. Su piel era clara y sus ojos eran de un azul cielo muy bonito.
Vestía pantalón negro —probablemente Armani— y una camisa blanca de lino. Su presencia era sobria, casi aristocrática. Y aunque hablaba poco, sus gestos y mirada decían más que cualquier palabra.
—Vaya, has cambiado mucho… —dijo con una sonrisa sincera mientras se acercaba a saludarla—. Qué gusto volver a verte después de… ¿cuánto?
—Un poco más de diez años —respondió ella, relajándose apenas.
Tanto Leonardo como Matteo hablaban con esa voz grave y segura que parecía vibrar en el aire. Físicamente, el parecido entre ambos era sutil, apenas un eco compartido en los rasgos. Sin embargo, mientras la expresión de Leonardo solía ser tensa, casi impenetrable, Matteo irradiaba un encanto natural que, a los ojos de Aisha, lo volvía casi fascinante.
—Recuerdo cuando solíamos robar uvas en los viñedos —añadió Matteo, refiriéndose aquella vez cuando era ella quien se robaba las uvas y el la descubrió.
Aisha sonrió al recordar el momento, un destello travieso cruzando su mirada. A diferencia de Leonardo, él parecía amable. Pero Carl le había advertido que no debía confiar en ninguno de los Russo.
—Sí… qué tiempos aquellos.
Por un momento, Aisha se permitió pensar que todo habría sido más sencillo si el compromiso hubiera sido con Matteo. Recordaba perfectamente el día en que, con apenas quince años, su padre le anunció que Enzo y él habían acordado un matrimonio con uno de los hijos de la familia Russo. Aisha, sin dudar, supuso que se refería al primogénito. Conocía tanto a Matteo como a Leonardo, aunque nunca tuvo una relación cercana con ninguno de los dos.
A Leonardo siempre le pareció reservado, distante, con la mirada de quien observa el mundo desde un lugar al que pocos acceden, aun así, ella tenía sentimientos por él cuando era niña. A Matteo, en cambio, lo recordaba de antes, de aquel verano en los viñedos. Él tenía poco más de veinte años cuando la vio un par de veces, en los días calurosos en que su padre la llevaba consigo al este de las montañas Blue Ridge. Aisha apenas rozaba los doce o trece, y una de esas veces, Matteo la sorprendió robando un racimo de uvas maduras.
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El sol de Virginia caía espeso sobre los viñedos, cubriendo las hileras de uvas en una calidez dorada que parecía detener el tiempo. Aisha se había escabullido con la destreza de quien ya conoce los rincones donde no la encontrarán. Llevaba puesto un vestido de lino blanco, arrugado por el juego y el calor, y su cabello oscuro recogido a medias por una cinta que su padre le había dejado aquella mañana.
Con las manos aún pequeñas pero ágiles, arrancó un racimo de uvas oscuras, maduras y dulces. Las escondió contra el pecho y se giró para escapar entre las hojas, pero se detuvo en seco. Frente a ella había un joven guapo, apoyado contra uno de los postes de madera, con las mangas de su camisa arremangadas y los ojos puestos en ella.
Editado: 25.09.2025