Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

EL VESTIDO. LA FURIA. EL DESEO

Los primeros rayos de luz comenzaban a asomar en el horizonte de Richmond. La primavera no había empezado oficialmente pero ya se sentía en el aire. Leonardo, que no había pegado un ojo en toda la noche, corría por los alrededores de la mansión Russo con paso firme, como si necesitara exorcizar algo que lo quemaba por dentro. Experience sonaba a todo volumen en sus oídos, acompañando su respiración agitada.

Su mente, sin embargo, no estaba en el presente. Volvía una y otra vez a la noche anterior, al momento en que por fin había visto de cerca a su futura esposa. Aisha.

Fue apenas un encuentro fugaz, pero suficiente para saber que la convivencia no sería sencilla. Aquella muchacha tenía una lengua afilada y una mirada que no se limitaba a observar, sino que analizaba, desarmaba, escudriñaba. No era ingenua. Y eso lo inquietaba.

Pero había algo más que lo molestaba. Algo que no lograba entender del todo.
Conocía bien a Enzo: cada palabra suya, cada movimiento, cada gesto, obedecía a un objetivo. Nunca actuaba sin calcular qué podía ganar. Entonces… ¿por qué comprometerlo con la hija del capataz? ¿Qué negocios oscuros había detrás de esa unión? ¿Qué beneficio sacaría Enzo de ese matrimonio?
Hasta donde sabía, Carl Davis era un hombre de origen humilde, sin tierras ni propiedades valiosas. No tenía sentido. Y lo que no tenía sentido, lo ponía en alerta.

Algo estaba mal. Muy mal.
Y necesitaba descubrirlo antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que esa muchacha se convirtiera oficialmente en su esposa.

Cuando la melodía terminó, sacó su celular. Buscó entre sus contactos un nombre: Mía.

Era demasiado temprano para llamarla, y sabía que ella aún estaba furiosa, y lo odiaba. Su relación se había convertido en una tormenta difícil de navegar.
Suspiró, mirando al cielo como si buscara allí una respuesta.

No quería ese matrimonio. No lo deseaba.
Solo había accedido porque Enzo lo había amenazado con destruir el viñedo. Y no podía permitirlo. No dejaría que el legado de su abuela terminara reducido a cenizas por culpa de un hombre tan monstruoso. Porque, en el fondo, lo odiaba.
Odiaba la idea de pertenecerle a alguien.
Odiaba repetir la historia de su madre.

Y, sin embargo…
Los ojos color avellana de Aisha no lograban desaparecer de su mente.

Decidió entrar a la casa solo para observarla.
Quería provocarla. Ver cómo reaccionaba.
Molesta, sonriente o furiosa… le había parecido hermosa en todas sus formas. Pero no pensaba dejarse llevar por una impresión tan banal.

No confiaba en ella.
Tal vez era una loba disfrazada de cordera.
Y si lo era, debía saberlo antes de que fuera demasiado tarde.

Esa misma mañana, Aisha se dirigió al lujoso baño, una estancia que parecía sacada de un sueño. El mármol blanco brillaba bajo la suave luz matutina, y el aire estaba impregnado con un delicado aroma floral, proveniente de las velas recién encendidas junto a la bañera. Las paredes, revestidas con azulejos dorados, reflejaban la calidez del ambiente, creando una atmósfera envolvente. En el centro, una bañera de porcelana se erguía majestuosa, rodeada de pequeños espejos que multiplicaban la sensación de amplitud.

Sobre un banco de madera pulida reposaba la ropa que la ama de llaves había dejado para ella: un vestido de finos tirantes, confeccionado en seda marfil y adornado con encajes tan delicados que parecían bordados a mano. Le llegaba justo por debajo de las rodillas, acompañado por unas zapatillas de terciopelo a juego y un ligero chal de cashmere. Incluso a la distancia, la tela parecía deslizarse como agua sobre la piel.

Sorprendida pero agradecida, Aisha se despojó de su ropa y se sumergió en el agua caliente, permitiéndose un momento de calma. Cada detalle del baño, del vestido, de la mansión, hablaba de riqueza y poder. Pero en su interior, una inquietud persistía. Sabía que nada de aquello sería suficiente para protegerla de lo que aún debía enfrentar.

Necesitaba hablar con su padre. Sabía que no había sido del todo sincero con ella.

Después del baño, y ya vestida, Aisha decidió escribirle a su mejor amiga:

Buenos días, Amy. ¿Cómo amaneciste?

Esperó algunos minutos, pero no recibió respuesta. Supuso que su amiga estaría preparándose para ir al trabajo; eran casi las siete de la mañana.

Se dirigió entonces a la habitación asignada a su padre. Tocó con suavidad, pero no hubo respuesta.

—Eres madrugadora —dijo una voz ronca a su espalda.

Se dió vuelta con un sobresalto. Leonardo estaba allí, vestido con ropa deportiva, el cabello húmedo y la piel de su rostro perlada de sudor. Tenía una expresión burlona en el rostro que la descolocó por completo.

Aisha tragó saliva. Abrió la boca para responder, pero el asombro la dejó en silencio.

—Buenos días, señorita Davis —saludó él, con tono socarrón.

—Bue... buenos días —balbuceó ella, confundida. No entendía esa reacción suya.

—¿Qué haces levantada tan temprano? —preguntó con una neutralidad que no coincidía con la chispa en sus ojos.

—No podía dormir. Tuve pesadillas... así que me di un baño y me puse este vestido que dejaron para mí —se apresuró a decir, atropelladamente.

Leonardo la recorrió con la mirada sin disimulo, deteniéndose en cada curva, en cada pliegue de la tela que se ceñía a su cuerpo.

—Imaginé que te quedaría bien ese vestido... pero verte así supera cualquier expectativa.

Aisha lo miró, sorprendida.

—¿Tú elegiste este vestido?—

—Sí —asintió él—. Lo compré en Milán, imaginando cómo se vería una chica linda con él.

—¿Lo compraste pensando en alguien en especial? —repitió ella, incrédula.

—No té incumbe, y honestamente no me gustaría pasar vergüenza viéndote vestida con harapos —añadió con frialdad, rompiendo la magia del momento.

El asombro de Aisha se evaporó al instante. Su orgullo, agudo y vivo, estalló en su pecho.




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